APOCALIPSIS 3000

PORTADA

 

DIARIO-1

Yo nunca he escrito. Escribir lo que salga de la cabeza. Uno no está preparado para esto, aunque con lo que me rodea, pienso que uno no está preparado para casi nada. Miro a través de la ventana al exterior. Miro, y por mucho que pasen las horas, por mucho que mire, nada es diferente, nada cambia. Unas veces llueve, otras no. Hoy caen los primeros copos de nieve y otras brilla el sol. Pero nada es diferente. Por ahí no pasa nadie. Ni se mueve nada. Quizá si saliese, algo distinto se vería, pero entonces yo no estaría aquí para comprobarlo.

Ya hace más de tres meses que todo se perdió. Y quiero escribirlo, para dejar constancia de lo ocurrido, por si muero y pasa alguien por aquí. Más de tres meses desde que todos en el pueblo se mataron. Desde que mi querida esposa, mi amada Alexa, intentó matarme. Tres meses desde que pude reducirla y atarla a la cama. Sigue allí, en nuestra habitación, en la planta de arriba de esta bonita casa que compramos hace veinte años. Allí, atada al cabecero, le doy de comer y la lavo como puedo. Ahora estoy aquí sentado, mirando por esta ventana durante horas ante el fuego, ya sin corriente eléctrica, con la escopeta entre mis manos, con el cañón rascándome la barbilla. Pensándomelo. Con mis noventa años y mi gorro orejero. Dejando que ante ese vacío exterior se me oscurezca la vista. Haber vivido tantos años para ver esto. Estuve en el sitio de Leningrado. Ni en aquel asedio tal locura. Nunca pasé tanto miedo como el que llevo pasado desde hace más de tres meses. Tres meses de continuos gritos de Alexa. Pavorosos. Sobre todo en la noche. Y lo peor no es tener que oírlos sin remedio, sin poder hacer nada para que se calle, debido a su irracional sordera, la que impide que ninguna de mis palabras la hagan calmarse. Lo peor no es saber que la persona que los emite fue una mujer delicada, sensible, tierna, la mujer más buena que existió jamás. Lo peor, lo más inquietante, es que en más de tres meses nadie ha venido a quejarse por ellos.

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                                                                 ISÓTOPO-1

 

No se ama bien si no es incondicionalmente. No se mata bien si no es incondicionalmente. Si no se ama sin intereses, sin necesidades o sin deseos de placer hacia uno mismo, no se es un amante perfecto. Si no se mata por matar, sin condiciones, ni razones, no se es un asesino perfecto. Shinji despertó en mitad de la noche. El cuerpo femenino a su lado también lo hizo e intentó estrangularlo, emitiendo un aullido infernal. Él era más fuerte. Se quitó las manos del cuello, tirándolo a un lado de la cama. Se echó sobre dicho cuerpo. Ya podía gritar él también en aquella oscuridad. Agarró su pelo, horas antes mecido, aplastándole la cabeza contra el suelo, chillando con ferocidad, hasta que sólo se oía su propio grito, hasta que, tras decenas de golpes, la cabeza era blanda. Fue a la cocina, donde estaban aquellas hojas que sacaban la sangre de los cuerpos. Volvió a la habitación, junto al cuerpo. Metió la hoja tantas veces como quiso. No dejó nada de piel del rostro, del torso, sin cortar. Ni pinchar. Aquella forma viva debía morir y no sólo una vez. Todo cuerpo humano vivo que viese debía caer muerto. Gritó en mitad de aquella habitación pintada de rojo por coagular. Salió. Pasó por delante de un espejo del vestíbulo. Miró al reflejo. Reventó el espejo a golpes. Llegó al exterior. A la noche. Sin importarle si iba o no vestido. Como cuando nació por primera vez. Acababa de nacer por segunda.

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                                                 EN LA CIUDAD DEL VIENTO-1

 

Cuando Patricia volvió a abrir sus rasgados ojos color miel, ya hacía dos horas que se había ido su papá. La despertó muy temprano. Tu hermano no se encuentra muy bien. Voy a ir al hospital, a buscar a mamá para que lo cure. Escúchame. Despierta. Ahora sigues durmiendo. No abras la puerta a nadie. Sí, papá, como siempre. No, hoy no es como siempre. Hoy es distinto. No abras la puerta a nadie. No salgas para nada hasta que yo llegue. Tienes sándwiches y pastelitos. Y te dejo con Rock. Mírame, mírame. Te quiero mucho y volveré. Fue lo que le dijo su papá al salir del cuarto. Oyó el portazo y el llanto de su hermanito. Nunca lo había oído llorar de aquel modo. Pero era un bebé y su mamá siempre curaba a los bebés. Se quedó dormida de nuevo, agarrada a Taciana, su muñeca de trapo, que no era la más hermosa de todas las que tenía, pero era algo más que su muñeca. Algo más que su compañera de sueños. Rock, un inteligentísimo Border Terrier de lomo gris y patas de canela, era también algo más que su perro, algo más que su mascota, era su amigo. Sus papás. Su hermanito. Rock y Taciana. Tales eran los dioses de Patricia a sus seis años.

Tras levantarse, entró en la cocina con Taciana entre los brazos, y desayunó. Pocas mamás tenían una niña tan responsable. Ya había preparado más de una vez el desayuno a sus papás. Y una mañana, se recordaba orgullosa, había hecho una tarta para que su mamá se la llevara al trabajo. Su mamá trabajaba en el hospital: como Guardiana de las Puertas de la Vida, solía decir su papá, que era el autor de todos los cuadros que había en casa. Un verdadero artista. Se sentó en el sofá. Al tercer Bob Esponja oyó un tremendo impacto en el exterior. Rock ladró a la ventana del comedor y ella se asomó. Un coche había chocado contra la casa de los vecinos. Los adultos suelen correr mucho y hacer muchas barbaridades como aquella. Siguió viendo su canal favorito hasta la hora de comer. Papá no tardaría mucho más. Y se quedó dormida. Una hora. Y otra. Y otra. Y otra. Hasta llegar la noche. Papá no había vuelto. Ni mamá tampoco. Rock ladraba de vez en cuando a la ventana. A la calle, en la que se escuchaban gritos. Los adultos solían gritar en sus fiestas. Los adultos gritan demasiado, le dijo a Rock, acariciándolo y echándole bolitas de carne en su plato. Ella cenó un sándwich de pollo frío. Y se metió de nuevo en la cama, porque eso es lo que querría su mamá. Y su papá. Que no se moviese de allí y que se quedara, siendo de noche, en la cama. Patricia, niña dormilona, no tuvo dificultad para volver a coger el sueño. Era ya tarde y la noche no le gustaba demasiado. Además, a esas horas, en su canal favorito ponían series de niños grandes que no entendía. Y durmió. Durmió, bajo el intermitente ladrido de Rock y los alaridos del exterior.

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