APOCALIPSIS 3000

Thetriumphofdeath

 

2-EL AMANECER DEL ODIO

Alberto fue el primero en despertarse. Le dolía la cabeza. La sombría claridad que entraba por el ventanal le hizo creer que era una mañana lluviosa, como la noche anterior, pero para su sorpresa, miró el reloj y vio que eran las cinco de la tarde.

– Joder, qué manera de dormir. – Refunfuñó, sentándose y girando el cuello de izquierda a derecha. Tuvo que esperar a que sus delicadas piernas se desentumecieran. No estaba acostumbrado a dormir fuera de su cama. Mientras intentaba tomar tierra, oyó gritos y golpes. – ¿Qué pasa ahí?

Caminó hasta la terraza y miró hacia el exterior, hacia la calle más céntrica de la ciudad. Vio que ya no llovía y a una ambulancia a todo trapo en dirección contraria, cuando a su altura, a gran velocidad, un camión repartidor de bebidas se estrellaba contra la puerta del supermercado de enfrente. La palabra caos se le vino a la mente. Todo estaba patas arriba, con gente peleándose en todas las esquinas, en mitad de la plaza de la iglesia, en pleno asfalto, en el que los coches se empotraban unos con otros sin motivos. Había sangre por todas partes en aquel caos público, sin el sonido de un solo claxon, sin el cruce de un solo insulto que los identificara como humanos. Alberto, muy excitado, se giró rápido hacia la habitación donde aun dormía Federico, sin querer apartar la vista. Sobrecogido.

  • Eh, tío, despierta.
  • ¿Qué hora es? – Preguntó Fede en un bostezo.
  • Qué más da la hora. Ven, lo vas a flipar.

Ahora lo veían los dos. Los dos eran testigos de aquel desconcierto multitudinario, de aquella batalla campal urbana sobre enormes charcos de lluvia, charcos tintados de rojo, escandaloso rojo, en la que toda la gente se pegaba con extrema violencia, en refriegas de todos contra todos hasta caer muertos. En la puerta del citado súper, casi en el suelo, junto al empotrado camión, dos ancianas se golpeaban con torpeza, hasta que una de ellas estranguló a la otra. Más allá un hombre asesinaba a golpes de losa a una niña muy pequeña.

  • ¿Pero qué…? ¡Que alguien haga algo, por Dios! – Gritó Alberto, señalando con los brazos, sin que nadie le prestase atención.

En la plaza, junto a la fuente, otro de gran envergadura ahogaba al que tenía en sus manos, cuando un señor trajeado le atizó con un palo en la espalda. El grandullón, tras terminar con su presa, se dio la vuelta, le quitó el palo y la emprendió con el trajeado hasta reventarle la cabeza. Después la tomó con un chaval que se dirigía a él con idéntica furia e hizo lo mismo, apaleándolo hasta morir, gritando con el palo alzado, como si de un guerrero triunfante tras la batalla se tratara. Y echó a correr tras uno que, a diferencia de los demás, huía. Por cualquier sitio que miraran, la calle era un hervidero de cuerpos chocando unos con otros en extrema violencia. De palizas y combates en la que no importaba la edad, el sexo o la clase social. Por primera vez casi todos los seres humanos eran iguales. Por primera vez comprobaron lo que es un cuerpo humano cuando es destrozado a golpes. Cómo se puede matar con las manos. Todos lanzándose contra todos, en una escena violentísima incluso para quien haya visto a dos grupos de hooligans enfrentándose. Se pegaban con rabia. Uno corría hacia uno y ese uno corría hacia el otro, y si un tercero se colaba, era éste quien recibía y quien daba. En pocos minutos, el centro de la ciudad se llenó de cuerpos inertes, de cadáveres machacados envueltos en capas de sangre. La marea humana era inmensa. Y los infrahumanos gritos desgarradores. Daba miedo. Cientos de personas se estaban matando y nadie los separaba. Nadie acudía a separarlos. Empezaron a asustarse seriamente, pero al mismo tiempo, se sentían fascinados por lo que tenían delante de sus ojos. ¿Quién no gira el cuello y se detiene para mirar con curiosidad una súbita pelea callejera? Y aquello superaba todo lo que habían visto. Después de todo, -conciencia contra inconsciencia, normalidad contra anormalidad-, eran humanos y las sensaciones, contradictorias, aterradas y hechizadas, se agolpaban unas encima de otras a la velocidad con la que los muertos tapaban la urbe.

  • ¿Qué ha pasado? – Quiso saber Fede, creyendo que su amigo conocía la razón por haber despertado antes.
  • No lo sé, pero es muy fuerte. Voy a llamar a mis padres.
  • ¡Coño, son las cuatro! – Exclamó el recién levantado al ver el reloj de la iglesia.
  • Son las cinco. Ese reloj se habrá parado. – Dijo Alberto, que ya marcaba el número de su casa en el móvil
  • ¡Joder, mira a ésa! – Alberto, con el teléfono al oído, volvió a asomarse y vio a una mujer apuñalando decenas de veces, donde pillara, al grandullón de antes, que cayó vencido. La mujer, tal vez una adolescente, comenzó también a acuchillar a otra que no paraba de darle manotazos. Fede carcajeó. – Voy a grabarlo. – Y encendió la cámara de su teléfono móvil.
  • No entiendo cómo puedes reírte. Algo está pasando. Estoy cagadísimo. – Y el amigo sonrió aún más, queriendo disimular su miedo.
  • No pasa nada. Habrá habido una manifestación o algo. – Sostuvo, aguantando más risas.
  • Una manifestación. Mira, fíjate en las terrazas de ese edificio o en las de allí, no hay nadie asomado…y mis padres no responden. Esto no es normal. Hoy es domingo. Además, ellos no salen sin decírmelo el día antes. Mi madre me lo hubiera dicho anoche.
  • Estarán echando una siesta. No te preocupes. Voy a ver si en la tele dicen algo.
  • Mi madre duerme con el teléfono al lado, y más estando yo fuera. No es normal. – Insistió el discapacitado sin dejar de marcar y esperar, con el rostro compungido. Con el párpado, en apariencia, cada vez más caído.

En la televisión no hacían mención alguna a lo que sucedía. Canales sin emisión, estática o cierre. Publicidad. Golf. Pero en uno de los últimos de la lista, apareció un hombre hablando entre cortado, nervioso, desde un pequeño habitáculo, un cuarto de aseo o similar, en una imagen propia de un vídeo casero o de un sketch.

  • No puedo salir de aquí. – Decía jadeante y visiblemente asustado. – Me he encerrado, y repito, no sé si he logrado hacer la transmisión. El estudio entero se ha vuelto loco. ¡Todos se han vuelto locos! Han empezado a agredirse de repente, ¡y se han matado todos, todos están muertos! Pido ayuda, por favor, a quien pueda verme. Tengo una pierna rota y una enorme brecha en la cabeza. Me encuentro en los estudios… – Y la imagen desapareció, mostrando la chocante negrura televisiva. Lo dejaron encendido en la interminable sesión de spots de otro canal.
  • Joder, y dices tú que no pasa nada. Yo creo que ha ocurrido algo gordo. – Volvió a insistir Alberto, abrochándose el calzado, cuando una avioneta se estrelló en un edificio cercano. El estruendo los asustó.
  • Espera aquí, voy a ver si hay algún vecino.
  • Para, tío, coge algo.
  • ¿Algo?
  • Sí, no sabes lo que puede haber ahí abajo.
  • No tengo nada.
  • Un cuchillo mismo de la cocina, lo que sea. – Fede hizo caso y con un cuchillo, abrió la puerta de la mazmorra. Se oyó un alarido, seguido de golpes y pasos hacia arriba. – ¡Cierra! – No le dio tiempo. Alguien puso el pie.
  • Déjame entrar, hombre, no voy a hacerte nada. Llevo rato esperando ahí abajo, a ver si se abría una puerta. – Le dejaron pasar. Era un policía joven, con el uniforme hecho jirones y manchas de sangre en las manos, en la porra. – La puta que los parió.
  • ¿Qué está pasando? – Inquirió Alberto.
  • Yo qué sé. Estaba con mi compañero patrullando, cuando de repente empieza a atacarme sin motivos. Me defiendo, pero no hay forma, es como si algo los hubiese poseído, no sé.
  • ¿Poseído?
  • ¡Sí! Bueno, no sé, algo ha pasado que todo el mundo se está matando. He intentado llegar a la comisaría, pero un imbécil ha cruzado el coche y me lo ha destrozado. Se ha bajado y me ha cortado en la mano con un trozo de cristal. – Mostró la herida. No paraba de dar vueltas, asomándose intermitente al balcón. Pálido de miedo. – Ni con la pistola se asustan. He matado a varios, pero ya no me quedan balas.
  • Esto empieza a parecerse cada vez más a una película. – Dijo Fede, todavía con el cuchillo en la mano. – ¿Y lo de la avioneta?
  • No sé, muy raro. El caso es que no parecen enfermos. Baja y fíjate en la que me he cargado. Es una mujer sana, sin signos de enfermedad. Es eso, están poseídos. A lo mejor el piloto iba con alguien y a alguno de los dos se le fue la olla. Cualquiera sabe.
  • Yo no bajo ni loco. – Contestó.
  • No, no os lo recomiendo.
  • ¿Qué podemos hacer? – Preguntó Alberto.
  • Os aconsejo que nos os mováis de aquí hasta que todo se normalice. Supongo que alguien vendrá a ayudarnos. Tiene que venir alguien, o no queda vivo ni dios. He subido a respirar un poco, pero voy a salir. Tengo que llegar a mi casa. Tengo que ver a mi mujer y a mi niño. – El joven agente se derrumbó, sentándose abatido en la silla más cercana, sin soltar la porra. Alberto le puso la mano encima, queriendo consolarlo. – Joder, he matado a mi compañero, y era un buen tío, pero es que era él o yo, y hoy ya he perdido la cuenta de los que me he llevado por delante. No sé. Esto es una mierda. Algo han echado en el aire que los ha vuelto locos. ¿No lo veis? – Gritó.
  • Venga, tío, tranquilo.
  • ¿Podéis darme un vaso de agua? Tengo la boca seca.
  • – Y Federico trajo una botella.
  • ¿Estás seguro de querer irte? Creo que lo mejor es cerrar con llave y quedarnos los tres aquí. Cuantos más seamos, mejor. – Propuso Alberto, protegido por la cercana imagen de una autoridad y sin dejar de llamar a su casa.
  • Es una tontería, no llames más, nadie responderá. – Sentenció el policía. – He gastado la batería del mío y nada. Aquí os dejo, tengo que verlos.
  • .. – Habló Fede. – Él tiene razón, lo mejor es que te quedes y esperemos.
  • No, quedaos vosotros y no salgáis para nada. Si no tengo suerte, – Musitó, bajando la vista. – trataré de buscar ayuda y volveré a recogeros.
  • ¿Y si vamos los tres? – Sugirió Alberto. – Yo necesito saber cómo están mis padres. Podemos ir en tu coche. – Añadió, mirando a su amigo.
  • No es buena idea. – Negó el recién llegado. – Mi consejo es ése, cerrad la puerta y no la abráis hasta que todo pase.
  • Es verdad. – Dijo el más alto, dando un paso atrás.
  • Tus padres están en el extranjero, seguramente pasándoselo pipa, pero yo necesito saber cómo están los míos.
  • ¿Y si te matan al intentar averiguarlo?
  • ¡Pues que me maten! – Vociferó, perdiendo la calma, enarcando algo más que las cejas, aun así, sin poder levantar el párpado. – Si ellos han muerto, moriré con ellos.
  • Escucha, chaval. – Medió el agente. – Si tus padres no son como ellos, estarán bien en su casa sin salir y no querrán saber que su hijo está por ahí. Si estuvieran aquí te dirían lo mismo. La calle ahora mismo no es un sitio seguro para ti, no os imagináis lo que he tenido que correr huyendo y pegando al mismo tiempo.
  • No me toques los cojones con lo de la minusvalía y lo de poder correr. Que te he visto venir. Yo no le temo a la muerte por mis padres.
  • No sabes lo que dices. Si sales, sabrás lo que es temer a la muerte, te lo digo yo. Además, haced lo que os dé la gana. Yo me voy. ¿Me das la botella? – Pidió, mientras se abrochaba lo que le quedaba del uniforme. Fede asintió, y el policía se la guardó en el bolsillo más grande. – Otra cosa; saben usar armas, no sé cómo, ya que no parecen muy listos, pero saben manejarlas. Hace un par de horas me han disparado dos o tres. Lo digo para que lo sepáis. – El agente hablaba de las demás personas de modo tan ajeno, que costaba creer que estuviese nombrando a seres humanos como él. Fue con esas palabras cuando ellos vieron la invisible línea que les separaba de los demás, de los poseídos o lo que fueran. – Bueno, os deseo suerte, y no os alarméis, lo que sea se solucionará. No tardará en llegar alguien a arreglar esto. Adiós. – Cerró de un portazo y se fue.
  • Ahí va. – Señaló Fede, mirando por el ventanal. Alberto, cabizbajo y lloroso, se asomó a su lado. El joven policía corría calle abajo. Un hombre grueso en pijama se le echó encima, agarrándole el brazo. Con varios golpes de porra se lo quitó de encima. Se veía que no quería matar a nadie, y siguió corriendo, perdiéndose de vista en la primera esquina. – Pobrecillo.
  • Tío, mis padres. – Sollozó Alberto.
  • Tranquilo, seguro que están bien.
  • No me hables de esa forma.
  • ¿Pues qué quieres que te diga, coño, que están tirados en la calle?
  • No lo sé, no lo sé. ¿Qué vamos a hacer?
  • Primero, mirar cuánta comida tenemos. Yo no pienso bajar.

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