COMPOST.

Auschwitz

 

Entonces, ¿no pensaba que eran seres humanos? —Carga—, dijo con voz apagada—Ellos solo eran carga.

De una entrevista a Franz Stangl, comandante de Sobibor y Treblinka.

 

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Cuando la señora Langer terminaba de dar de comer a las gallinas y a los cerdos, se cambiaba de ropa y acudía sin premura al huerto, la segunda fuente de vida del viejo castillo. Viejo como ella, y como ella, fuerte y bien conservado. Y también como ella, sin dueño y al abrigo de una interesada dejadez por parte de los cercanos lobos. Con ella no iba nada de tales humaredas, nada de aquello. Era alemana de sangre y de ideas, pero solo la granja y el huerto lo único importante. Más allá de la colina estaban las alambradas y mucho más allá, la guerra. En sus animales y en sus plantas reinaba la paz. Habitaba la tranquilidad y la felicidad de una mañana como la de aquel día, en la que se arrodillaba con obediente dedicación germana.

Al filo esa hora llegaba Friedrich, el chico de la carretilla cargada de sacos de compost extraído del campo a cambio de patatas y pastas de calabaza para los soldados, los lobos de una guerra ajena a la señora Langer, que plantaba nuevos cultivos con el compost recibido y que, al anochecer, como era su costumbre, dedicaba casi media hora a quitárselo de sus uñas. Uñas manchadas de verde, de tierra de labor y de ceniza que daba lo que una vez fue: vida.

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