APOCALIPSIS 3000

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DIARIO-3

La escopeta la cogí de uno de los muchos cadáveres desparramados por ahí. Son tantos. Fue hace unas semanas. Circulaba con mi camioneta, buscando comida y cosas que pudieran servirme, sobre todo lámparas de gas y pilas. Cruzaba el antiguo puente cubierto de madera sobre el Sitter. Fue un sobresalto ver a aquel hombre venir hacia la camioneta con un hacha, con muy malas intenciones. La arranqué de las tiesas manos de un cuerpo y le disparé. Mi primera muerte setenta años después. Tras ello, llegué al pueblo de al lado, al lugar donde solía comprar la prensa diaria. Allí estaba el cadáver del pobre Hans. El joven que una vez me explicó el significado de friki. Aquel que me hablaba de cine con tanto entusiasmo. Péplum, me dijo una vez cuando hablamos de películas de romanos. A él le gustaban las de mi época. Y a mí las de la suya, sobre todo Gladiator, con ese actor tan bueno haciendo de general Máximo: «Si durante el combate os veis caminando por verdes praderas, con la suave brisa del viento, no temáis, porque estaréis en el Elíseo… ¡Y ya habréis muerto!…». Creo que era así. La de veces que Alexa y yo la hemos visto. Hans, de no más de veinte años, yace con la cabeza cortada, descomponiéndose junto a varios cuerpos más, uno de ellos el de su propio padre. Los dos éramos alemanes en Suiza. Y me encantaba hablar con él. Siempre me ha gustado hablar con los jóvenes. Hoy, sentado en esta silla todo el día, pienso que los jóvenes son los más desaparecidos. Los que no son uno de ellos, aprovechando la fuerza que da la juventud, han huido. No se han quedado como he hecho yo. Como hacen los viejos locos que aún esperan que su mujer los llame por su nombre. De la tienda de Hans cogía las pilas, aunque ya las he gastado todas. De todos modos, ya no se oía nada en la radio. Lo último que pude escuchar, fue la voz de alguien hablando sobre explosiones nucleares, saqueos, vandalismo y cosas así. Por tan misteriosas informaciones, de la tienda de Hans tomé una pegatina de aviso, peligro radiactivo, que puse en la puerta de mi casa. Creo que algo ahuyentará. Por las noches se oyen cosas, se ven luces en la lejanía. Y aunque sea un viejo fuerte, no quiero que me visite nadie.
He salido a pescar. Me he despertado con ganas de un poco de pescado asado. Le he dado de comer a Alexa, como puedo, sin dejar de susurrarle mi nombre. El suyo. Soportando el odio en su mirada. El ansia por agarrarme y matarme si pudiera. Le doy de comer una vez al día para que el hambre sea notable y pese más que su arrebato criminal. Y come. Yo sé que comen, que necesitan alimentarse como cualquier criatura. Los he visto hurgando en la basura, en los putrefactos restos de su misma especie, mordiendo vientres y extremidades. Lo bueno de habernos trasladado a este pueblecito alpino, es que no hay muchos de ellos. Solo dos o tres. Y espero que mueran con la llegada del invierno. En el río, con la caña echada, le he tirado a un conejo que pasaba distraído por mi lado. Afortunadamente, los animales no han sufrido, ni siquiera este conejo ha sufrido, cayendo muerto tras mi disparo. Lo tengo aquí, junto a dos salmones. Cuanta más comida para mí y para ella, mejor. Mientras el cuerpo me aguante. Mientras…cómo diría, mientras dure esta maldita función. Antes de asar el pescado, he cortado el césped y he pintado media fachada. Me gusta, con todo el tiempo que tengo, mantener las costumbres. Mantenerlo todo en orden y limpio. Eso sí, cuando llega la noche, Alexa se encarga de decirme que ya nada es como antes. Se encarga de decirme que esto es real. Ella y sus espeluznantes gritos.

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ISÓTOPO-III

La licuefacción del suelo. Pasaba por encima del suelo, de sus grietas. Algo había movido la ciudad de punta a punta, algo había caído del cielo, saliendo de la misma tierra, y las ruinas aguardaban su llegada. En las principales arterias había nubes, de fuego y de otra cosa. Y también más presas. Una de ellas se arrastraba moribunda, junto a otra ya muerta vestida de uniforme, con un revólver en el cinto. Matar a distancia. Lo sabía muy bien. Lo tomó y disparó a la cabeza de la moribunda, vaciándole el tambor. Pasó al cuchillo de nuevo. Las hojas no se acaban. Corrió hacia otro que huía y que gritaba de forma distinta a la suya. Un superviviente. Miedo tiene más letras que odio. La que huía quedó atrapada entre los puntiagudos hierros de un edificio caído y empezó a arder de repente. Shinji no pensaba en la compasión hacia la agonía. La decapitó y gritó de nuevo, sin molestarle las llamas, sin molestarle el olor de su propia piel dorándose bajo la oscuridad radiactiva.

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EN LA CIUDAD DEL VIENTO-III

La siguiente era la tercera mañana en soledad. La primera en la que Bob Esponja y sus amigos faltaron a la cita. Ya no había luz. Marcó otra vez el número del hospital de su mamá. Ya no había teléfono. El mundo se había marchado, dejándola sola, solo con Taciana y con Rock. Una mañana muy triste. De nuevos chaparrones y oscuridades. El nivel de esperanza por ver a sus papás descendía, como un termómetro en un congelador. Y el del miedo crecía, como el mismo termómetro en un horno. Rock ladró incesantemente. Ya no paraba de ladrar a la puerta. No sabía por qué ladraba tanto. En la acera sólo había gente tumbada. Ella sólo quería ver a su mamá, aunque estuviese también dormida en su cama. En su enorme cama, con la cuna de su hermano al lado. Acabó los sándwiches de pollo y un poco de helado, que empezaba a derretirse, y durmió en la cama de papá y mamá esa noche. Hasta que el mismo ladrido de Rock la despertó a media mañana. De nuevo a la puerta. Qué pasa, Rock, preguntó. El perro siguió ladrando, lamiéndose el hocico. Miró de nuevo por el ojillo de la puerta. Un adulto más tumbado casi en las escaleras de su casa. Quería ver a su mamá, que estaría en el hospital, curando a su hermanito y a los demás niños, con su papá al lado. Por eso no habían llegado. Patricia quería estar junto a ellos. Se vistió. Llenó su mochila del cole con pastelitos y su botellita de agua. Y abrió la puerta. Era una niña muy responsable y obediente. Eso le decían sus papás a los otros mayores cuando hablaban de ella. También se lo decían cuando la regañaban. Con lo lista que eres, Patricia. Quería que su papá la regañara cuando la viese llegar al hospital y la castigara como nunca antes había hecho, como los papás de Anne.

Salió a la calle, con aquella foto viaria destrozada, con Taciana atada a la mochila y Rock a su lado. Aferrada a aquel despierto perrito como a su único dios, como algo entre un papá y una mamá. Había adultos tumbados por todas partes. Unos descuartizados, otros aplastados, otros quemados. Miró al que estaba junto a su porche, uno con el vientre reventado. Y se acordó de los dibujos de los libros de mamá. Se oían alarmas por todas partes. Echó a caminar en dirección al hospital, al Prentice Women’s Hospital de Chicago, a unos siete kilómetros a pie desde su casa, en Hermitage Avenue. Sabía muy bien dónde estaba, en aquella zona de los rascacielos. Ante sus infantiles ojos, la destrucción urbana, con la inocencia y el miedo como testigos. Con disparos en la lejanía, meros flecos de las explosiones y el ruido provocado por el derrumbe de un enorme edificio más allá. Rock comenzó a ladrar con estrépito. Un Afectado se dirigía hacia ella con rabia asesina, con su infrahumano alarido y con una tapa de alcantarilla en las manos. Corrió, gritando, aprovechando la valiente barrera de Rock y su ladrido. El odio humano pasaba del animal. Sólo tenía ojos para ella. Vio un coche abierto. Se metió en él, escondiéndose en el asiento de atrás, entre éste y los delanteros. Aquí, Rock, aquí, gritó. El perro le hizo caso, entrando con ella. Cerró la puerta, aterrada, cuando otro Afectado se abalanzó sobre el de la tapa de alcantarilla. Los dos alaridos lucharon, cada uno con su arma, cada uno con su demencia, presos de la locura. El de la tapa de alcantarilla cayó muerto, sólo a un par de metros del coche. El otro siguió aplastando la cabeza, chillando en modo atronador, oyéndose su idioma por toda la calle. Y se alejó en busca de otras presas, sin ver a la que tenía más cerca.

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