APOCALIPSIS 3000

Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, por Viktor Vasnetsov

Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, Viktor Vasnetsov

 

2.4

– ¡Sube, corre! – Gritó a la penumbra del portal, bajando la ventanilla del acompañante. Si Alberto no salía tendría que entrar a buscarlo. Pero el discapacitado salió. Le temblaban las piernas, aunque aguantó bien el equilibrio.
– Joder, tío, esto es más incómodo que lavar en una pila. – Le dijo al conductor mientras subía.
– Las limusinas no están disponibles. – Replicó Federico con ironía y sin dejar de mirar a todos lados.
– Tienes muchas ganas de guasa.
– Venga, coño, vámonos ya. – Aceleró con otro chirriar en dirección prohibida horas antes. La libertad era absoluta. En la primera esquina observaron a un hombre joven caminando en tambaleo.
– Para, para. – Pidió Alberto. – Joder, ése es Mario, un vecino. Es ciego. – Caminaba en medio de la calle cayéndose y levantándose al mismo tiempo. La rabia psicótica ya conocida le hacía dar golpes, manotazos, pero a las paredes, al aire, a la nada. – Pobre hombre. – El invidente, tras un par de sacudidas al coche patrulla y el famoso grito, siguió caminando sin dirección. Sin ver que una de las tapas del alcantarillado se hallaba abierta, cualquiera sabe por qué. Metió una pierna. Quiso salir de aquella trampa, pero resbaló al intentar aferrarse a las losas de la acera y cayó dentro. Los dos amigos se miraron.
– No podemos hacer nada. Estar en la calle es de locos. Hay que esconderse ya. He hablado con el policía de la puerta del ayuntamiento. Está allí, con una escopeta matando a todo el que ve. Casi me pega un tiro. Me ha ofrecido este coche y me ha dicho que Málaga está igual que nosotros. Ha caído. A tu casa, ¿no?
– Si, tío. – Balbució Alberto, algo más que aterrado al ver la marea de cuerpos sin vida que arropaban tiesos las calles de la ciudad. Caras conocidas, la mayoría, desprovistas de atención o de atención en sus miradas.
– Vamos.

Subieron por la ancha avenida de la estación de tren, la última vez que la vieron un río desbordado, ahora, sólo mojada, con pequeños riachuelos bajo las aceras. Casi todas sus mamparas estaban reventadas, y casi por instinto, miraron a la oscuridad asomada de su interior, de las vías. A saber lo que hay ahí abajo, pensaron. No había ningún otro vehículo en movimiento, nada, ni una ambulancia, ni un coche de policía como el que llevaban ellos, y los que había en la superficie bloqueaban en alguno de los lados la avenida, dejados de la mano de sus conductores por miedo o rabia, aunque había espacio suficiente para circular. Cada vez había más llamas: en los bloques, en las casas, en los coches, en las zonas ajardinadas. Destructivas luces que mostraban el interminable manto de cadáveres. Nadie acudía a sofocarlas. Las carnicerías habían sido rápidas.
Cuanto más avanzaban, menos opciones daban de hallar vivos a los padres de Alberto, que no dejaba de mirar a los cuerpos inertes, temiendo que uno de ellos fuera el de su padre, el de su madre, o los dos. Ver los de los niños era peor. Aún había esporádicas peleas. Ataques rabiosos entre hombres y mujeres. Entre mujeres y hombres. Pero cada vez menos. En aquella batalla, en aquella locura, nadie se detendría. Sólo la muerte los detendría. Porque entre ellos, solo ella saldría victoriosa.
Federico sorteó con habilidad un montón de cuerpos al llegar a la rotonda que separaba una gasolinera, de la calle donde vivía Alberto, aunque tuvo que pasar por encima de más de un resto con las ruedas. No había tiempo para perder la cabeza por mor de la sensibilidad que tiempos felices les había donado, aunque sí para no dejar de contener la arcada. En la gasolinera, junto a los surtidores, uno de aquellos idos prendía fuego con la manguera y un trapo en llamas a una mujer que se arrastraba por el suelo intentando huir. Quizá la escena más desquiciante y peligrosa de cuantas habían visto. La mujer no era uno de ellos, por eso, seguramente con las piernas rotas, quería escapar y no pretendía enfrentarse al alienado. Ahí estribaba la gran diferencia entre quiénes eran unos y quiénes eran otros. La humanidad, a base de palos y de matanzas perturbadas, demostraba en tal suceso que el que huye, es el cuerdo. Pronto concluirían ellos dos que, como antes del suceso, en el amor y en la guerra, todo vale, en dicha situación tal sentencia sería elevada a la máxima potencia.

– Ahí se va a liar gorda. – Habló Fede, viendo cómo la mujer de la gasolinera ardía en el suelo entre gritos. El pirómano, incluso, la emprendió a patadas con ella, alejándose de inmediato de la zona, del más que seguro incendio en la estación de servicio, con todo lo que eso supondría, concediendo unos segundos preciosos al conductor, que rodeaba ya la redonda zona verde para entrar en la calle de Alberto.
– Madre mía, madre mía. – Murmuraba el discapacitado, con la mano derecha en la cabeza.
– Bien, vamos a ver cómo lo hacemos. – Dijo el más alto, justo cuando detuvo el coche en el portal, el cual mostraba oscuridad absoluta y restos de sangre en el rellano, en el intercomunicador. Su mejor amigo, sin ser capaz aún de tomar una decisión por sí mismo, aunque se moría de ganas por subir al 6º piso para encontrarse con sus padres, jugueteó con el botón de apertura de la guantera, un gesto que en tiempos solía hacer en cualquier coche conocido.
– ¡Una pistola! – Exclamó al abrirla.
– ¿Qué dices? – Alberto la sacó. Otro bautizo. Sintió fascinación y peligro al mismo tiempo al cogerla. Fede sabía algo de armas y se la tomó.
– Esta es una HK USP 9MM. A ver lo que tiene.
– ¿USP?
– Sí.
– Vaya. – Para Alberto, días antes un bohemio con delirios de acomodaticio pacifismo, sólo una pistola. Fede extrajo el cargador, comprobando también la recámara.
– Ocho balas tiene. – Y se la guardó en el cinturón del pantalón, junto al cuchillo. Empezaban a entender que nada de lo que hicieran tendría consecuencias. Ya podían empezar a disparar a cualquier dirección, a romper lunas de coches, a correr desnudos por la calle, que nadie vendría a detenerlos, a llamarles la atención. – Fíjate, el gps funciona, eso significa que los satélites siguen operativos. Vamos a ver si nos responden por radio. – De la central sólo obtuvieron estática como respuesta. Estaba claro que el servicio policial también había caído.
– Oye, no sé si voy a poder subir solo. – Dijo Alberto, que parecía no estar preocupado por el estado del gps o de la radio.
– Venga, voy contigo, aunque vamos a ver si no se llevan el coche. Me llevo las llaves. Deberíamos tener una linterna. Vamos.

Fede se notaba más hecho a la situación. Se bajó, mirando a todo su alrededor. Alberto pensaba que todo aquel que se siente protegido por un arma, es porque no sabe usar el cerebro. Pronto entendería que, en ciertas situaciones, hace falta algo más que inteligencia. Hace falta resistencia, fuerza, capacidad para sobrevivir y algo, no mucho, de desmaterialización de los sentimientos y la moral pasada. La calle, casi en las afueras de la ciudad, colindante con un mastodóntico centro comercial que no presentaba signos de ataque alguno y sí de permanecer dormido en la oscuridad de la noche, se hallaba en aparente calma. De no ser por los continuos fallos del fluido eléctrico, en aquel instante apagado, nadie diría que algo había pasado. Los bloques de viviendas, de siete pisos como máximo, no mostraban huella alguna de barbarie. Para dar con la realidad había que mirar al suelo. O a la parte de arriba de algunos coches. En uno de ellos, una mujer de unos cincuenta años yacía en pijama hecha un guiñapo, con la cabeza reventada. El vehículo estaba aplastado. Como fuese, la mujer había caído desde lo alto. Alberto se acercó abatido para verla en la oscuridad, aunque de forma natural suspiró aliviado. La ropa no era la de su madre. Era la vecina del quinto piso, la madre de uno de sus amigos. Y no hacía falta ser forense para estar seguro de que estaba muerta. Un sonoro impacto, proveniente de la cercana autovía, los alertó. A dicho sonido se le unió un alarido, que se acercaba desde alguna parte. Se escondieron en el portal. Alberto se sujetó a los barrotes de la puerta para no resbalar por la cantidad de cristales desperdigados y sangre coagulada en el suelo. Federico avanzó por entre las sombras, sólo paliadas por la escasísima iluminación de la luz de emergencia al fondo. Para Alberto, muy vulnerable en sitios oscuros, era la primera vez que entraba a su domicilio sin percibir el aroma a marisco y a fritura del bar de al lado. En aquel momento, el vestíbulo olía a pescado podrido de dicho establecimiento y a otra cosa. Al cuerpo inerte al final de la escalera, junto a una maceta. Estaba en ropa interior y no pudieron observar con claridad las causas de la muerte. Un cuerpo lleno de sangre. Un cuerpo muerto y olvidado. Se empezaba a perder el derecho de asistencia o de auxilio. Se empezaba a poner cara de auténtico asco.

– Escaleras. – Susurró el más alto.
– Claro. – Respondió, cada vez más apático. Se preguntaba si sería capaz de ver a sus padres de cuerpo presente tal y como estaba viendo a aquellas personas que, no muchas horas antes, eran personas conocidas, personas que hablaban, personas vivas. Para nada merecedoras de tal final. – Qué está pasando, por dios. – Musitó.

Antes de pisar el primer escalón, el alarido de la calle se hizo presente en el rellano, junto al portero automático y el buzón de publicidad gratuita. Un hombre vestido con un chándal azul horroroso, con un palo de hierro en las manos y que a los dos les pareció ser el doble de Rubalcaba. En una situación así, cualquiera espera ver síntomas de enfermedad, de virus, de putrefacción, sangre o restos de otros en la cara, en el cuerpo. La ficción había influenciado tanto, que costaba ver la realidad. El del chándal, aun con lo que se podía distinguir, no mostraba síntoma alguno de estar enfermo o de haberse levantado de entre los muertos. Si días antes lo hubiesen visto sacando al perro o leyendo el periódico en un bar, no notarían diferencia alguna respecto a su actual estado. Sólo la mirada los hacía diferentes. La rabia y el odio contenidos en aquella forma de mirar. Como una bestia acorralada. La mirada asesina de aquel tipo se asomó a la negrura del portal, escudriñando, buscando una presa. Fede se preparó, agachado al fondo, por si tenía que disparar. Apuntando. Pero fue un tiro en la calle lo que hizo que el del chándal se alejara de allí con su espantoso chillido. Se oyeron más, y no muy lejanos.
En tal segundo, Alberto tuvo tiempo de mirar al buzón postal, con los nombres de sus padres y el de él mismo mecanografiados. Alivio e inquietud a la mitad. También vio la puerta abierta de uno de los dos ascensores, que mostraba la oscuridad más absoluta de su interior, del hueco sin la cabina. Casi como dos alpinistas extraviados en una tormenta, comenzaron a subir. Federico empuñando la pistola con las dos manos, como si hiciera algo que ya había hecho antes. Sin dejar de mirar al discapacitado, que subía detrás a su insegura y fatigosa manera. Las puertas de los pisos permanecían abiertas, en silencio todas excepto por el llanto de un bebé proveniente de una en el tercer piso. Y excepto otra, en la misma planta, de la que salía una tenue luz roja. Fede se detuvo.

– Ahí hay luz. – Le dijo a su amigo al oído.
– Es la casa del presidente de la comunidad. – Informó Alberto con dificultosa respiración sin alzar la voz. Un faro en la escalera, aquella escasa iluminación desde el interior, cualquiera sabe de qué, silencio y el olor que ya empezaba a impregnarse en sus ropas, a adentrarse en sus pulmones. El miedo mutó a pánico.
– Creo que no debemos entrar. Puede que haya uno de ésos.
– Pienso igual. Ese pobre niño.
– No podemos hacer nada. Vamos.

Continuaron, intentando no pisar con mucha fuerza algún que otro cristal del suelo, cuyos crujidos resultaban de lo más chocantes en aquellos ecos, hasta llegar al último piso. Al sexto. A la casa de Alberto, que de donde fuera, en la oscuridad, como un ciego en su propio hogar, sudoroso, sacó energías para cruzar el pasillo hasta su letra. Metió la llave, pero ésta no giró ni un milímetro. Estaba cerrada por dentro. Empezó a golpear, a aporrear. Fede se quedó unos metros más atrás vigilando la escalera, preocupado por el ruido. Pero sabía que era una llamada inevitable. Los puñetazos fueron cada vez más fuertes, escandalosos, con amenazantes resonancias, en aquella terrorífica penumbra.

– ¡MAMÁ, PAPÁ! – Gritó, propagando su voz por todo el barrio. – Soy yo, abridme, por favor. Si estáis ahí, abridme. – Y continuó golpeando a puño cerrado, incluso con la mano abierta, ejerciendo gran presión en cada palmada para hacerlas más audibles. Uno, dos, tres, cuatro. – ¡MAMÁ, ÁBREME, POR DIOS! Dime que estás ahí. – Pero nadie abrió. Sin cansarse, aunque empezando a caer derrotado, se arrodilló sobre la esterilla de bienvenida. Pegó el oído a la madera barnizada tratando de escuchar algo. Nada. Sólo el llanto del bebé tres pisos más abajo. Nada que delatara la presencia de sus padres. No al menos vivos o en buen estado. – Abrid, por favor, abrid. Quiero veros. – Y empezó a llorar, desplomado junto a la puerta.

Pasaron más de diez minutos de diversas sensaciones para los dos. Federico, ya muy convencido de que la vida que había quitado era algo que tenía que hacer, empezaba a inquietarse, sin dejar de entender y respetar el duro instante de Alberto que, poco a poco, dejó de insistir. Aunque la desesperación tiene otras caras menos lacrimosas. Muchas más. Si aquella puerta se hubiera abierto y los padres de su mejor amigo presentaran su identificación como Afectados, como poseídos o lo que fueran, tendría que defenderse. Si aquella puerta se hubiese abierto con la amistosa y risueña voz de la madre de su amigo, al menos pasaría la noche con ellos, al abrigo de la calle y sus muertos. Sin embargo, ya había confirmación. Los padres no estaban en casa. También le dio tiempo para creer en un hecho no tan funesto como los que estaba viviendo; ninguno de los dos había empezado a atacarse. Descartó, sin estar del todo seguro, que el extraño virus o lo que fuera aquella especie de posesión, aquel ataque de odio humano, no se propagaba, ni se transmitía por aire o contacto directo. Había sido de solo un ataque.

Alberto pensó que quizá habrían ido a la mazmorra a por él. Debió quedarse allí, a esperar un poco más. Aunque muriera de sed, de hambre, de lo que fuera. Gimoteó sin moverse, con los ojos cerrados y adoptó al desánimo. Por primera vez se sintió perdido. Aquel momento era lo más cercano en las últimas horas a los amores de su vida. Aquella puerta lo separaba de ellos. Impedía el paso a, muy probablemente, dos cadáveres. Si los dos habían perdido la cabeza, uno habría matado al otro y, como ya sabían, el vencedor habría salido a la calle, a seguir con su serie de ataques irracionales, sin preocuparse en dejar cerrada o abierta la vivienda. Pero estaba cerrada por dentro, de algún modo, se habían dejado las llaves de casa puestas. El que salió ganador cerró de un portazo o, seguramente, se mataron los dos. Y los dos empezarían a pudrirse muy pronto en su propio hogar. ¿Qué había pasado? No podía ser. Tenían que estar allí. Comenzó a preguntarse cómo podría abrir. Cómo podría echar aquella puerta abajo y saber lo que había pasado. Tenía que saberlo.

– Pásame la pistola. – Le pidió a Fede, que permanecía cabizbajo, impasible, de pie, empuñando el arma, temiendo que, tarde o temprano, él mismo viviría un trago parecido.
– No vas a hacer eso.
– No voy a pegarme un tiro. Dámela.
– Ya, pero no vas a hacer lo otro.
– Tengo que saber qué les ha pasado. ¿Lo entiendes?
– Claro que lo entiendo, pero creo que ni vaciándole el cargador se abrirá. Estas puertas están blindadas.
– Podemos intentarlo, por favor. Son mi vida. – Musitó arrodillado.
– No voy a gastar munición disparando a una cerradura que no se va a abrir. Y encima con el ruido que formaría. – Negó.
– Seguro que si fuesen tus padres lo harías. – Reprochó el discapacitado muy dolido.
– Si voy solo a lo mejor sí, pero si voy con alguien que depende de mí o del que yo dependo, no. Tus padres están muertos. Y los míos también.
– Vete a tomar por culo, ¡cabrón!
– Sí, creo que deberíamos irnos.
– Yo no pienso ir a ninguna parte. – Balbuceó, dejándose caer de nuevo sobre la esterilla. Fede se acercó a él, se agachó a su lado.
– ¿Qué quieres que te diga? No voy a soltarte un rollo peliculero para estimularte. Tenemos que aceptar lo que ha pasado y sobrevivir. No nos queda otra. Yo pienso hacerlo, aunque lo más seguro es que muera mañana o pasado. Piénsalo bien. Si te quedas aquí, si te empeñas, no voy a obligarte a venir conmigo. Pero cuando lleves aquí cinco o seis horas, me juego el cuello a que estarás muy arrepentido de haberte quedado. Bajarás a la calle y estarás solo. ¿Vale? Yo me voy ya.

Alberto no pudo aguantar su mirada. Sabía que tenía razón. En aquel minuto tenía muy claro que una vida sin sus padres, con lo que estaba pasando, era una vida sin sentido. Llorar a un ser querido sin saber siquiera la causa de su muerte, desconociendo si ha sufrido, si ha sido rápido, es algo casi imposible de encajar y no deseado a nadie de ese mundo. La imaginada cara de su madre pidiendo, por favor, aterrada, a su padre que parara, que no le hiciese aquello, se le clavó en la mente y en el corazón. Qué arda el mundo entero, pero que aquella puerta se abriese. Sin embargo, el cuerpo humano no entiende de sentimientos o de desolaciones. Llevaba casi media hora allí recostado contra la dura pared, con su ojo regañado, recordando tantas cosas, y ya le empezaba a doler la espalda, a estar muy incómodo. Era minusválido. Era lo que era. Estaba cansado mentalmente, pero también anatómicamente. Incluso comenzaba a tener hambre. Necesidades ineludibles. Sólo tenía que levantarse. Levantarse a conocer el futuro con un movimiento no tan sencillo para él como ponerse de pie, o quedarse allí, acurrucado, dolorido y hambriento. Abandonado en la oscuridad para siempre de aquella especie de cripta, solo, como la esterilla que ahora soportaba su peso. Sólo tenía que levantarse. Lo hizo, apoyándose con las dos manos en la pared. Restregándose las lágrimas. Miró a la entrada de su casa por última vez. Sacó las llaves y se las guardó en el bolsillo del pantalón. Dio cuatro nuevos golpes, esta vez muy seguidos y sonoros. Un par de segundos más de escucha. Silencio. Se besó la palma de la mano, la pegó en la puerta y echó a andar sin decir nada.

Hay infiernos tan terribles y peligrosos, que no conceden ni un pequeño respiro a la tristeza. Bajaron al vestíbulo. Nada más pasar por el cuerpo yaciente del vecino al pie de la escalera, las luces de todas partes se encendieron, alguien quería seguir haciendo su trabajo. Cruzaron el umbral, siempre Fede a la cabeza, cuando un disparo casi lo liquida. Otra vez suerte.

– ¡Al suelo! – Gritó.
– Joder. – Se escondieron de nuevo en el interior, ahora iluminado. El cadáver del vecino desvelaba las causas de su muerte: cortes, cortes y más cortes por todo el cuerpo.
– Cabronazo. Y cómo me jode no saber desde dónde disparan. – Blasfemó el más alto, recordando la tensión vivida en la plaza del ayuntamiento, comprobando de nuevo la munición de la pistola. Alberto se cortó la mano con un cristalito al tirarse, poca cosa y le pareció que su buen amigo era un as de la adaptación. Era como si, sin querer o sin desearlo, llevara toda su vida esperando tener experiencias como aquella, aun cuando no podía ocultar el miedo en su mirada.
– ¿Crees que…?
– No lo sé. Me parece que está en el bloque de enfrente, en los pisos de arriba. Voy a hablarle, a ver qué pasa. ¡VAMOS A SALIR, NO QUEREMOS HACERTE DAÑO, NO DISPARES!

No hubo mensaje de respuesta. Ni de conciliación. Pero sí de advertencia. Resultaba desgarrador cómo una persona podía emitir un aullido como los que estaban oyendo en las últimas horas y que fuese humano al mismo tiempo. Era el demente chillido. El Esperanto de aquel infierno. El nuevo idioma internacional, con una sonora ráfaga de disparos. Uno de ellos impactó en el buzón de propaganda, atornillado en la pared bajo el intercomunicador. Los folletos y demás basura inservible salieron desperdigados, reuniéndose con las manchas de sangre resecas y los trozos de cristal.

– Hijo de puta. Ha sonado a pistola. Ha dejado de disparar. Está cargándola. La luz ha venido en mal momento, coño.
– Podemos salir por los portales de la calle de atrás. Las puertas de acceso están abajo, en el sótano, yo tengo llave. – Sugirió Alberto, con voz entrecortada y sin dejar de mirarse el corte. Se orinó un poco encima sin poder evitarlo. Otra cara del miedo. El miedo y la duda de por qué el atacante permanecía en posición elevada y no bajaba a la calle, a expresar su rabia criminal. Había tantas preguntas sin respuestas.
– No pienso dejar ese coche. – Descartó Fede. – Creo que si vuelve a oír mi voz, disparará otra vez. Así, mientras esté recargando, tendremos tiempo de arrastrarnos y subirnos. Sólo son unos metros.
– Nos va a matar, tío. – El más alto no añadió nada a eso y siguió gritando, tratando de que el atacante, en caso de que no fuera un Afectado, estuviese seguro de que ellos tampoco lo eran. Insultó gravemente a la madre del pistolero desconocido, pidiendo que no apretara más el gatillo, y de nuevo aquel chillido como objeción, con más balazos al portal. Estremecido, contó los segundos de intervalo en la recarga sin dejar de gritarle. Unos diez. Táctica de desgaste. En ese tiempo tenían que arrastrarse por el cristalizado y ensangrentado rellano hasta llegar a la acera. Luego al asfalto, junto al monovolumen convertido en nicho de la vecina, para llegar a la puerta de acompañante del coche patrulla. – Podríamos esperar a que se le acabe toda la munición. – Gritó el discapacitado, bajo el sonido de los disparos, el alarido y las voces del más alto.
– Vete a saber tú cuántas balas tiene ése. – Apostilló, nervioso y manejando su arma. Se le notaba también impotente por no saber disparar. Buscaría, en cuclillas, un buen punto, hasta dar con el otro y darle su merecido. Conocía las armas por lecturas de revistas o a través de internet, pero jamás había disparado una. Además, era un riesgo enorme cruzar plomo tan a la vista. Aunque la estrategia del homicida era nula, quien quiera que fuese, Afectado o un superviviente asustado más, como ellos, los tenía marcados, sabía dónde estaban. – A la próxima recarga salgo y después tú. – Alberto lo miró con cara de espanto. ¿Cómo iba a llegar arrastrándose en tan poco tiempo? No estaba hecho para aquello. Federico tardó la mitad de los poco fiables diez segundos en llegar a la puerta del acompañante. Se subió rápidamente cuando, esta vez al espacio entre los coches estacionados, el agresor siguió tirando. Su amigo quedó solo en el portal. Su cara era la de un niño al que han abandonado. – ¡Vamos, coño! – Gritó desde el patrulla, que ya empezaba a ser agujereado, añadiendo más improperios al oculto agresor. – En cuanto pare sal.
– No puedo. – Dijo Alberto.
– ¡Sí puedes! No hagas que salga a por ti. – Otro espacio en blanco en el ataque. Ninguno de los dos estaba seguro de si era la mejor forma de salir de allí. Abrió la puerta del conductor y empezó a despotricar a voces, asomando la cabeza. – ¡PARA YA, CABRONAZO! – Y lo visitaron dos balazos más, impactando uno en el techo y otro en la luna de la puerta del conductor, que restalló por completo. Alberto se dejó impulsar por el pánico, aprovechando el desvío de los tiros, casi trastabillándose, a punto de resbalar y caer al pisar un charco de sangre, sin agacharse, seguro de que su cabeza iba a ser volada en dicho momento, y se coló como pudo en el asiento de al lado, chocando contra el hombro de Fede.
– ¡ARRANCA! – Exclamó. Hasta siete u ocho proyectiles más recibieron, antes de doblar la esquina a todo trapo. Era difícil saber qué número era mayor, si el de revoluciones del coche o el de pulsaciones de sus corazones. Tomó la primera calle a la izquierda, pasando por encima de Rubalcaba y su palo, que yacían muertos. El pistolero al menos tenía un trofeo. – ¿Has visto dónde estaba?
– Yo no. – Respondió sobresaltado y jadeante, pisando a fondo.
– Gracias, si no lo distraes por tu lado no habría salido. – Murmuró Alberto, tan echado hacia abajo, que parecía que el asiento era el sentado sobre él.

Doblaron la esquina del supermercado más cercano. En el césped, junto a su entrada, una mujer no se cansaba de acuchillar a un cuerpo humano tirado en el suelo. Menudo mundo de locos salvajes. Alberto recordó, curiosamente nostálgico y lacónico, que en ese mismo césped, una mañana de años antes, un hombre cayó desmayado. Una parada cardiaca, dijeron. Y que murió allí mismo, en ese mismo punto verde. Pero aquel hombre fue atendido en su fallecimiento inmediatamente por una ambulancia, incluso por las miradas de los curiosos viandantes. Ahora ya nadie se preocupaba por nadie. Sólo había que esconderse. Giraron a la derecha, por debajo de la autovía, nunca antes tan silenciosa. El pequeño túnel estaba bien iluminado. Carteles electorales con sus promesas anticrisis en la pared. Y una motorista y su moto aplastados por una camioneta. Federico salió por el lado contrario, asomándose a las puertas del enorme centro comercial, cuyas cristaleras, intactas, mostraban encendidas luces de emergencia en su interior. Una Partner color gris atestada de maletas que venía del lado izquierdo, frenó. El conductor, precavido, avanzó lentamente, hasta ponerse a su altura. Bajó la ventanilla y habló.

– No sois policías, ¿verdad?
– No. – Contestó Fede sin haber perdido aún la tensión. Alberto asomó un poco la cabeza. El del coche era un hombre joven. En la parte de atrás, una mujer de similar edad agachaba con la mano a un niño. Una familia preciosa en aquel, no decretado, estado de excepción.
– ¿Sabéis lo que está pasando? – Inquirió el conductor, que no dejaba de mirar los agujeros y demás desperfectos del coche patrulla.
– Que se ha matado todo el mundo. – Respondió, como si dijera que había llovido mucho. La mujer, desde atrás, dio dos golpecitos al hombre, instándole a no estar allí mucho tiempo parados. No era el marco más apropiado para echar un ratillo de charla tranquilamente – ¿Hacia dónde van?
– Adonde podamos. Alguien tiene que ayudarnos. Adiós. – Y subió la ventanilla.
– Buena suerte. – Dijo Alberto. La mujer asintió en gesto de gratitud y la Partner siguió su camino por la otra salida hacia la autovía. Los dos tuvieron la impresión de que aquel padre de familia no quería decirles su destino. La sociedad había sido bautizada con una férrea y lógica advertencia: ‘’no te fíes de nadie’’. – Federico aceleró y tomó la salida en dirección Oeste. Hacia su casa.

La carretera parecía desenchufada. Asesinada. Con algún que otro amasijo de plástico y carne en la cuneta como señales de su defunción. Bajo la oscuridad, la carretera era una tenebrosa boca emisora de muerte, con vehículos ardiendo. Los Afectados también los usaban como arma. Sabían muy bien lo que hacía daño. El asfalto de la Nacional 340 presentaba importantes bloqueos en las salidas del pueblo hacia el Oeste. Pese a que en ningún momento la gente se había agolpado tratando de huir en desesperadas mareas humanas, -eran muy escasos los supervivientes que no poblaron las grandes carreteras de interminables hileras de coches-, dicha autovía, en varios tramos, era intransitable. Las estampas más terribles se encontraban a los lados. En las entradas a las muchísimas urbanizaciones. A las puertas del nuevo y lujoso hotel Beatriz. Allí, un autobús descansaba lateralmente sobre los coches aparcados. La ingente cantidad de cadáveres en su interior, en el suelo, por todas partes, los sobrecogió. Dieron la vuelta y decidieron, por fuerza mayor, tomar la pequeña vía que pasaba por el hipódromo, mucho más despejada.

– ¿Cómo va ese corte? – Quiso saber Fede. Pero Alberto no estaba Su mirada se había perdido. Su mente se había quedado en la sexta planta, junto a la esterilla. En aquella oscuridad. En el llanto de aquel bebé. En la imaginaria escena de su madre descuartizando a su padre con furia. Como la mujer en el césped del supermercado. El corte no era muy profundo y no sangraría más de lo que lo había hecho. Allí incrustado en el asiento, el discapacitado era un ser sin vida. – ¿Qué pasa, no quieres hablar? – Insistió. – Yo también tengo padres, ¿sabes? – Era un egoísta. Cierto. Pero hay egoísmos que son imposibles de evitar. Sin amor, no hay egoísmo, y viceversa. Su mejor amigo conducía sin quejarse. Lo más seguro es que se sacrificara por él más de una vez en los próximos días. Sus pantalones tenían más manchas de sangre que los de él, aunque no de orina y de su chaqueta, hasta de su cabello, seguían cayendo pepitas de cristal. El conductor era ahora su vida y ni siquiera se había interesado por él. Tragó saliva. Lo miró.
– Paramnesia.
– ¿Qué?
– El dejavú. Cuando llegamos a la mazmorra. Los dos lo tuvimos.
– Sí, es verdad, pero, ¿qué pasa con eso?
– Creo que fue en ese momento cuando empezó el espectáculo. – Federico lo miró con extrañeza.
– Cualquiera sabe.
– Estoy pensando…que todo esto es una pesadilla. Es el sueño más realista que he tenido. Voy a dejarme llevar, hasta que despierte en mi cama, con mis padres haciendo sus cosas, esperando a que tú me llames y vengas por mí para ir a tomar café. Piénsalo, nada de lo que estamos viendo está sucediendo. No puede ser verdad. No es más que un sueño. – El más alto lo miró de reojo. Podía ser el principio de cierto desequilibrio, aunque algo de sensatez no le faltaba. Habían visto tanta sangre, tanta muerte, que aquello no podía ser real. Y perder la cabeza en un escenario tan dantesco era algo que entraba dentro de lo normal. No pudo o no quiso añadir algo a sus palabras. Sólo asintió. Dejaría que el transcurrir del tiempo dijera si era verdad que su mejor amigo estaba enloqueciendo.

Sin haberse preocupado ni una vez por la hora, algo tan sencillo empezaba a perder utilidad, entraron en la urbanización de Fede, en la, todavía iluminada, calle principal, con filas de casas blancas adosadas a cada lado. De ésas con porche, cancelita y jardines. El trayecto, si se descuenta el horror de los cadáveres por doquier, había sido tranquilo. Pero, sueño o realidad, lo que fuera, estaban en aquella situación. Los ojos del coche patrulla iluminaron la cuesta hacia arriba que llevaba a la vivienda y mostraron a una mujer de unos treinta años, vaqueros y camiseta rosa desgarrada que, con el reconocible aullido, -éste con menos volumen-, cojeando y con un enorme corte en el vientre, bajaba por todo el centro, esgrimiendo un trozo de madera. Pocos autores de las más baratas o de las mejores historias sobre apocalipsis zombis se han quedado sin su zombi cojo, tuerto o con medio torso despedazado intentando morder, arañar, agarrar al asustado superviviente, pese a las limitaciones físicas. Pero aquello no era una película de serie B. Ni siquiera un remake. Aquella mujer, aquella Afectada, no era un cadáver viviente. Mantenía el conocido odio en su mirada. El ansia de matar. De golpear con el trozo de madera: la pata de una mesa, observaron. Por fortuna, la raja en el vientre se abría con cada paso, mostrando, sin verterlos, sus intestinos, sus órganos y se desangraba lentamente. Se estaba muriendo.

– ¡Atropéllala! – Exclamó Alberto. – Nos va a lanzar el palo ése.
– Espera. – Repelió Fede. – No ves que está medio muerta.

Dio marcha atrás muy despacio, sin dejar de marcar con los faros del coche la posición de la Afectada, que tropezó y se desplomó. Arrodillada, dio varios palos al aire, levantándose como pudo. En el esfuerzo, algo se soltó por dentro. Cualquiera sabe qué era aquella forma ensangrentada que se le cayó, como si fuese algo de un bolsillo. Tres pasos más y volvió a caer, dando con el rostro en el duro asfalto. El conductor dejó pasar casi un minuto. El cuerpo dejó de moverse. Se desangraba. No había ser en el mundo que pudiera vivir con semejante herida. La escena, desagradable para quien tuviera un mínimo de cordura, los tranquilizó a pesar de todo. Ya estaban totalmente seguros de que ellos, los Afectados, morían como moriría cualquier otro ser humano. No hacía falta pasarles las cuatro ruedas por encima, reventarles la cabeza o quemarlos. Un buen corte, remediable en cualquier sala de curas días atrás, era suficiente para que perdieran toda su sangre y cayeran muertos. Al pasar por su lado, constataron una vez más que el problema era de causa mental. La Afectada no mostraba pústula o mancha alguna. Incluso su piel era de un bronceado atractivo. Comprobar aquella demencia sobre tan atractiva y cuidada presencia física resultaba inquietante. El cerebro de algunos seres humanos, por lo que estaban viendo, de la mayoría, se había dado la vuelta, por así decirlo y los había vuelto homicidas hasta insospechados límites. Ni más, ni menos que eso.

                                       ****************************************

 

Deja un comentario