APOCALIPSIS 3000

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(imagen: Zdzisław Beksiński)

 

 

2.3 – ¡Morrowind es el mejor juego de rol! – Gritó sofocado, dando los acordados cinco golpes. Alberto se despertó al instante. Abrió, y sus ojos brillaron al ver a su mejor amigo sano y salvo con varias bolsas de comida. – Impresionante, esto es impresionante. Cierra. – Dijo jadeante nada más entrar y dejando las bolsas sobre la mesilla.
– ¿Qué ha pasado, estás bien, no? – Preguntó Alberto.
– Sí, sí… Todo dios está muerto. Hay cientos de cadáveres. La ciudad está muerta, muerta, pero muerta. Me he encontrado con una loca de ésas. He entrado en el bar nuevo de atrás. En la barra había comida y bebidas en la nevera. He oído pasos y allí estaba, detrás del mostrador. Le he dado con el cuchillo y he salido corriendo, pero no ha podido alcanzarme. Ni me ha tocado.
– ¿Te ha perseguido?
– Sí, pero ni me ha rozado. Vengo pensando en eso. No son zombis ni infectados, ni nada de eso. Son personas físicamente normales que sólo piensan en matar, en atacarte como sea, pero ni están enfermos, ni son cadáveres vivientes.
– Qué fuerte.
– No he visto a nadie que pueda ayudarnos o informarnos, aunque tampoco he recorrido mucho. He pillado la comida y me he vuelto. Hay muertos por todas partes. Parece mentira, pero se han matado todos.
– Tiene que haber alguien como nosotros.
– Los habrá. – Contaba, aún nervioso y sofocado, quitándose la chaqueta. – Pero no los he visto.
– ¿Qué vamos a hacer, tío?
– Comer algo de lo que he traído. Tenemos para día y medio. Mañana daré otra vuelta a ver qué pillo. Aquí estamos seguros. No creo que vengan a atacarnos.
– Vale, pero tú dijiste anoche que deberías ir a tu casa y yo sigo pensando que es un sitio más seguro que éste. – Sostuvo Alberto, sin ocultar sus ganas de salir.
– Sí, claro, tengo que ir, pero es mejor mañana o pasado, cuando vayan quedando menos. Piénsalo, cada vez hay más muertes, es mejor que haya menos de ellos. – Respondió Federico convencido.
– Tío, no pienso quedarme más aquí solo. Voy a perder la cabeza. Cuando vayamos a tu casa, pasamos primero por la mía, ¿vale?
– Claro, si me voy no te voy a dejar aquí. – Sonrió el explorador, sirviendo la entremezclada comida en unos platos.
– Tabaco no has pillado, ¿no?
– El mundo se viene abajo y tú sigues queriendo fumar.
– Pues por eso mismo, porque todo se está yendo a la mierda. Ya qué más da.
– Ya estamos con las tonterías. Con lo que yo he visto, más te vale pensar en dejarlo y en estar en forma.
– Me da igual. Sólo quiero ver a mis padres, tío. – Gimió Alberto.
– Te da igual no, ¿quieres vivir sí o no? – Quiso saber Fede, mientras limpiaba con el tenedor el tomate restregado en la bolsa.
– Quiero ver a mis padres.
– Otra vez. Supongamos que han muerto. ¿Quieres vivir o quieres arrinconarte fumando hasta morir?
– Me da igual si han muerto. – Volvió a lamentar. – Tú puede que no lo entiendas, pero yo estoy muy unido a ellos.
– Bueno, di y haz lo que quieras, pero si te vienes conmigo, más te vale ir pensando en dejarlo y en estar fuerte. Yo he tenido suerte, era una mujer lenta, pero si es alguien más rápido y sin armas con las que defenderme, hay que correr y para correr bien hay que respirar bien.
– Yo no puedo correr, tío, fume o no fume.
– Vale, pero si no fumas te asfixiarás menos y puede que eso te salve la vida.
– ¡Ay!, mira, déjalo. Ya hablamos muchas veces de lo que haría en una situación como ésta y hoy te digo lo mismo. Paso, y sin mis padres, paso más.
– Vale, entonces, ¿por qué no te matas ya? Sólo tienes que bajar y esperar a que te salte cualquier loco de ésos, es muy fácil. – Exclamó Federico con la boca llena. Alberto lo miró apesadumbrado, aunque algo halagado. Pese a la dureza, por primera vez vio a su amigo implicado emocionalmente de verdad con él. El escenario era adecuado para ello.
– Sólo te digo que no lo sé. No sé lo que voy a hacer. Por un lado quiero salir de aquí, ir a mi casa y encontrarme con mis padres, luego ellos me llevarán a algún sitio seguro. Tiene que haber alguno.
– Yo sólo actúo sobre lo que he visto, y lo que he visto es a una persona que para nada estaba enferma, no son zombis como los de las pelis o las novelas. Son gente muy sana que, por lo que sea, quieren matar y eso es algo muy peligroso.
– Ya…
– Por ahora, con esto, aquí estamos bien. Mañana iremos primero a tu casa. Si tus padres siguen allí, te quedas con ellos y si no, te vienes conmigo. – Expuso, dando cuenta de los donuts.
– Mis padres han muerto, tío.
– Eso no lo sabes.
– Sí lo sé. Si estuvieran bien, mi padre ya habría salido a buscarme. Habría cogido su escopeta de caza y habría venido a por mí.
– O lo ha pensado mejor y con la que hay liada en la calle ha preferido quedarse en casa a esperar, como nosotros.
– No, tú no conoces a mi viejo. Ese se echaría un montón de cartuchos al bolsillo y saldría para acá al momento de ver lo que ha pasado. Mi madre sabe que me quedé aquí contigo, le diría dónde está la mazmorra, cogería el coche y vendría. Si no ha llegado ya es porque está muerto. – Y dejó caer su mirada resignado.
– Bueno, bueno, vamos a dejar eso. Yo tampoco sé cómo están los míos y que estén de vacaciones no hace que me sienta mejor. Ahora es hora de comer y de relajarnos un poco. Come algo.

Alberto entendió que su mejor amigo debía de estar pasándolo igualmente mal. Y, como bien dijo, el hecho de que sus padres estuvieran fuera no lo tranquilizaba. Pensó que sería algo egoísta si continuaba con su actitud de pasar de todo, mientras Fede soportaba todo el peso de la situación. Se había jugado la vida por llevar comida a la mazmorra. Animaba a sobrevivir, y en caso de que en su casa ya no quedara nadie con vida, le ofrecía la suya. Era, de verdad, un buen amigo, y aquel era un escenario muy propicio para demostrar el calibre de su amistad. Seguían sin tener corriente eléctrica. Estaban asustados. Uno lo ocultaba con sus ganas de vivir, de sobrevivir. El otro lo agradecía comiendo un poco y entendiendo que aquel era un buen día para dejar de fumar.
Oyeron disparos muy cercanos. Se asomaron al balcón. Era un hombre grueso con una camiseta de la selección inglesa y pantalón corto. Un guiri, habrían dicho días atrás. Ahora, un Afectado más. Disparaba con una pistola al cielo, emitiendo desesperados y espantosos alaridos. Las calles eran invadidas por el silencio de la muerte, con lo que dichos gritos podían oírse a muchos metros de distancia.

– ¿Crees que es uno de ellos? – Preguntó Alberto.
– No lo sé. Diría que sí, pero no voy a bajar a preguntárselo. – Dijo Fede con algo de sombra en su humor. El de la pistola cojeaba gravemente, con sangre por todas partes. Se arrodilló junto a la fuente de la plaza, repleta de cuerpos inmóviles. Comenzó a chillar agarrándose la cabeza, como si quisiera arrancársela de cuajo. Algo lo estaba matando por dentro.
– Está claro que es uno de ellos. – Confirmó Alberto, sentándose de nuevo en el sofá.
– Sí, creo que sí.

Permanecieron horas casi sin hablar, cada uno situado en su mundo, en su pensamiento, con esporádicas vistas al exterior. Alberto no pudo evitar llorar levemente cuando su móvil se apagó. Ya no podría seguir intentándolo. Casi al anochecer, comieron algo más. Se bebieron casi toda el agua, la inexperiencia les hizo olvidar que debían ser comedidos con sus recursos, y hasta ese momento, cuando uno de ellos fue al baño, no se dieron cuenta que tampoco disponían de agua corriente. Pensaron que tanto como con el fluido eléctrico, el sistema de agua o bien había sido suspendido o bien había sufrido averías por el supuesto descontrol y abandono. Todo era una eterna gama de supuestos y teorías sobre el acontecimiento. Estaban cada vez peor, ya en noche cerrada.

– Tienes agua en tu casa, ¿no? – Inquirió Alberto.
– Sí, y mucha. Viene del pozo, siempre y cuando haya luz. – Respondió Fede pensativo.
– Creo que no debemos pasar más tiempo aquí. – El más alto asintió sin querer admitirlo. El corte de agua lo trastocaba todo. Aparte de la sed, estaba la higiene. Una incursión al día siguiente tenía sus riesgos y todo para pillar, como mucho, más agua embotellada.
– Podemos irnos ahora. – Habló por fin.
– ¿Ahora? ¿De noche? Un poco chungo, ¿no crees? En la calle no se ve nada y yo a oscuras casi no puedo dar un paso.
– Es verdad, pero si nosotros no vemos, ellos tampoco. Puedo llegar a tu casa sin encender los faros del coche, con los ojos cerrados. Y puedes agarrarte a mí hasta el garaje.
– Uf, no sé, tío, aunque veo que ya tienes ganas de irte.
– Es que es verdad, lo del agua nos ha jodido y en mi casa, por lo menos eso no nos va a faltar. Incluso tus padres pueden venirse también.
– Ok. – Aceptó Alberto, medio emocionado, medio cagado de miedo, estirando un poco las piernas a la luz de las velas.
– Bien, bajemos al garaje. Yo iré delante con la vela y el cuchillo. Si nos encontramos con uno, apártate de mí, escóndete. ¿Qué te pasa, por qué me miras así?
– No hemos caído en un detalle, tío. Estamos más que jodidos.
– ¿Qué detalle?
– La puerta de la cochera no se abrirá sin luz.
– Creo que tiene un sistema de alimentación auxiliar en casos de emergencia. Todo es bajar y comprobarlo.
– Bueno, pues venga, vámonos.

Salieron de la mazmorra a la oscuridad de la escalera, con la sola luz de la vela. Alberto vio por primera vez los cadáveres por los que había que pasar para llegar a los sótanos del edificio y aun viendo muertos, muertos de verdad, recordó lo bien que se subía y se bajaba en un ascensor. Debilidad contra miedo. Fede, quizá más hecho por su primera incursión, no dejaba de mirar al frente, sin perder de vista a su vulnerable amigo, que se apoyaba con una mano en la barandilla y la otra en su hombro. Bajaron los tres pisos con la exigua llama, sin hacer ruido, sin aspavientos cada vez que sorteaban alguno de los cuerpos. El miedo instruye rápido. En las puertas de las viviendas por las que pasaban, casi todas abiertas, el silencio era sepulcral. O los vecinos se habían largado o bien todos habían perdido la vida. Federico abrió el acceso al garaje, pocos lugares más siniestros en semejantes situaciones, y miró sin salir. Todo parecía en orden, en calma, incluso había algo más de luz por las de emergencia, cualquiera sabe cuánto tiempo más permanecerían encendidas. Hizo un gesto a Alberto y salieron al dormitorio automovilístico del edificio. Apagó la vela y la dejó en el suelo. El coche estaba tres columnas a la derecha.

– ¿Notas la corriente? – Dijo Alberto, cuando ya llegaban al coche – Creo que la puerta del garaje está abierta, tío.
– Ssss. – Chistó Federico, mucho más atento.

Y del frente, de detrás de la primera columna, salió. Era un hombre joven como ellos. Tenía el pelo largo recogido, muy bien cuidado. Una sombra rápida que llevaba horas escondida al acecho de una presa. Con el ya conocido e impertinente alarido como saludo, golpeó a Fede en el brazo con un extintor, al primero que vio. Éste no calló, pero sí dio varios pasos atrás, empujando al inestable de Alberto, que fue a dar de culo contra la puerta por la que habían salido. El grito y su volumen se propagaron por el tranquilo garaje, como llamas en una carpintería. Tales ruidos, en un lugar como aquel, son estruendosos. Federico se repuso, no le había dado de lleno, y con un hijo de puta como respuesta a su saludo, se abalanzó hacia el agresor con el cuchillo. Preso de ira.

– ¡No somos como ellos, tío, no somos como ellos! – Vociferaba Alberto desde el suelo, queriendo creer que el atacante no era un poseído. Buscando algo de la humanidad que tuviera. Y más gritos delirantes fue lo que recibió como respuesta. Su amigo, más ágil y listo que el otro, consiguió reducirlo, clavándole, donde pudo, el cuchillo. Una, dos y hasta tres puñaladas le dio. Y aquel cayó muerto sin soltar el extintor.
– ¡Vámonos de aquí! – Exclamó, mientras Alberto, apoyándose en la pared, se puso en pie.
– Joder, tío. ¿De dónde ha salido?
– De detrás de la columna. Esperaba a que pasara alguien.
– ¿Está muerto? – Inquirió, agachándose un poco para ver desde más cerca al apuñalado. Era cierto, no eran zombis, ni mutantes, ni nada de eso salido de la mente de un escritor. Su cara era la de un tipo normal, ataviado con ropa de marca e impoluta, sin mancha de sangre alguna. Incluso Alberto creyó haberlo visto en alguna parte antes del colapso, cuando la gente caminaba sin gritar y sin ganas de matarse.
– Creo que sí, pero vamos, al coche, salgamos de aquí ya.

Montaron en el Golf gris de Fede, que pese a acabar con un ser humano por primera vez en su vida, no se encontraba tan mal o es que no tenían ni tiempo para los remordimientos. Además, se hizo seguro el pensamiento de que aquel infeliz ya no era un ser humano normal, como tampoco ya no lo eran los cuerpos que abundaban esparcidos por el suelo, y que, como les dijo el policía, ‘’era él o yo’’, había que sobrevivir. Y como en la batalla de una absurda guerra a la que te mandan sin saber por qué, la opción de pegar más fuerte que el enemigo era la más lógica. O ellos, los poseídos, enfermos, Afectados o lo que fuesen, o ellos, los dos amigos que empezaban a abrirse camino a través de una peligrosa y misteriosa senda.

El coche arrancó sin problemas. Alberto, ya espoleado, no dejaba de mirar todas las columnas, temiendo que desde cualquiera de ellas otro de aquellos maníacos se abalanzara sobre su ventanilla, usando otro extintor o cualquiera sabe qué cosa. Subieron a la planta que llevaba al exterior. La puerta del parking estaba abierta, pero no del todo. Se había bloqueado y únicamente se podía salir por un pequeño hueco a ras de suelo por el que sólo una persona podía pasar arrastrándose, y no fácilmente. Estaba claro que el sistema auxiliar de emergencias había fallado.

– ¡Qué putada, joder! – Blasfemó Fede, golpeando al volante con la mano derecha. La tensión desequilibró un poco la entereza que mantenía desde que empezó todo.
– ¿Y si la embistes? – Insinuó Alberto ingenuo.
– ¿Cómo voy a embestir una puerta de hierro de cientos de kilos con un coche que es todo plástico, coño? Lo destrozaría. Bájate, salgamos por el suelo a la calle. Pillaremos otro.
– ¿Y cómo piensas robar un coche?
– No lo voy a robar. Esta mañana vi unos cuantos abiertos y con las llaves puestas. Algunos sólo tienen pequeños bollos, pero bueno, ojalá me detengan por ello.

Salieron del garaje y la oscuridad más absoluta, mezclada con el olor a quemado y los gritos en la lejanía, les recibió. Fede aconsejó a su amigo que lo esperase dentro del portal. Si había que correr en mitad de la noche, mejor que lo hiciera él solo. Alberto empezó a verse como un lastre. Era discapacitado. Era una cebra con la pata rota en mitad de la sabana, como la del documental que vio la noche antes del desastre. Tal vez un presagio. Ese pensamiento fue fraguándose a partir del instante en que salieron al exterior de la mazmorra, aunque en dicho momento se esfumó con rapidez. Ya habría tiempo para que volvieran dichos temores. Hizo caso a su amigo y se ocultó en el portal, situado unos veinte metros a la derecha. Aprovechó la oscuridad del interior, apoyándose en un rincón por el cual nadie que pasara por el exterior podría verlo. Sin querer, pisó los tiesos dedos de uno de los cuerpos presentes en el rellano de la escalera, viendo a Fede, silencioso y rápido, con el cuchillo en la mano, echando a correr en busca de un coche útil. Jamás había sentido tanto miedo. Había salido del bloque, del sofá, de esa protección aparente ante el caos apocalíptico que inundaba a la ciudad. Había caído del nido y se notaba más frágil e indefenso que nunca. Respiraba vertiginosamente sin querer hacer ruido. Sudoroso. Temblando. Rodeado de personas muertas.
Vio pasar dos formas humanas. Ninguna de ellas lo vio a él. No sabría jamás si eran supervivientes huyendo o lo que fuesen los otros persiguiendo. Temía que en cualquier momento uno de ellos entraría, quizá alertado por su miedo, tal vez presentían a humanos cuerdos. Entraría, y allí, en el piso de quien ahora buscaba un coche para salvarle la vida, de su mejor amigo, sin oponer resistencia alguna, moriría.

Federico buscaba coches abandonados. Los aparcados en doble fila estaban muy bien, pero cuando hay prisa y poca luz, uno no se para a elegir marcas, además, la mayoría, por no decir todos, ardían o estaban destrozados y aportaban poca confianza. Prefería un pequeño utilitario, apropiado para pasar por los pequeños huecos que pudiera hallar.
Llegó hasta la plaza del nuevo ayuntamiento, meses antes construido. Un edificio moderno, con cristales enormes tintados de azul y algo vanguardista. Todo estaba oscuro y en calma, a pesar de los destrozos y de los incomprensibles incendios en la mayoría de los bloques. De repente, alguien le disparó. Había pasado muy cerca. Tuvo suerte, aunque no sabía desde dónde. Aquello era nuevo para él, como todo lo ocurrido en las últimas horas. ¿Cómo iba a saber de dónde venía? Nunca antes le habían disparado. Se agachó en la oscuridad, junto a una destrozada furgoneta de reparto. Estaba claro que si daba un paso más, habría otro disparo. No saber cuál era la dirección correcta era lo peor. Intentó pensar un poco. El agresor estaba cerca. Con la escasa iluminación lo había visto llegar por la entrada delantera. Dedujo que el atacante estaría en la misma plaza, incluso en la puerta del edificio. Miró al suelo. Necesitaba una piedra o algo para arrojarlo hacia la supuesta posición del atacante y, si disparaba de nuevo, saber el punto exacto. Cogió una botella vacía de cerveza y con fuerza, la lanzó hacia una tienda de artículos de pesca en la esquina, al otro lado de la furgoneta que lo ocultaba. La botella se hizo añicos contra la acera. Otro disparo. Escopeta, concluyó con acierto. Muy potente.

– ¡No dispares, coño! – Exclamó enrabietado, esperando que dichas palabras fueran identificadas como amistosas por el otro. Santo y seña a cara o cruz.
– Dime tu nombre y dónde estás. – Oyó desde la posición que había pensado. Era la voz de un hombre mayor.
– Me llamo Federico. Estoy frente a la plaza. No voy a hacerle daño.
– Acércate con las manos en alto para que pueda verte. – Hizo caso. El atacante vestía el uniforme de la policía local. Lo reconoció. Era el que siempre estaba en la puerta de dicho edificio.
– No dispare. – Pidió sin bajar las manos, con el cuchillo en la cintura, acercándose a paso lento. Varios cuerpos yacían en el suelo, quizá las capturas de aquella delirante cacería humana.
– ¿Qué quieres, qué haces aquí? – Inquirió sin dejar de apuntarle con el enorme cañón y mirando a los lados.
– Busco un coche para irme a mi casa. No puedo salir con el mío.
– Es una locura lo que estás haciendo. Deberías estar escondido y no dando vueltas por aquí. – Recomendó el policía. Federico vio una silla a su lado, con un cartón de vino y un paquete de Ducados en el suelo, junto con varias cajas de munición. Parecía que aquel hombre montaba guardia. Como si se hubiera propuesto impedir la entrada al ayuntamiento. – ¿Y tu familia?
– No lo sé. Mis padres se fueron de viaje hace unos días. No sé nada de ellos. Tengo a un amigo minusválido esperándome. En cuanto pille un coche nos largamos. Puede venir con nosotros si quiere.
– ¿Yo? De aquí no me mueve ni dios, aunque me parece a mí que ése anda en otras cosas ahora mismo.
– ¿Sabe usted lo que ha pasado? – Era todo un alivio hablar con alguien vivo en aquel cementerio viario. El hombre, ya con él a unos tres metros de distancia, bajó el arma. Se sentó en la silla y dio un trago al cartón.
– Pues no lo ves. La gente ha perdido la cabeza y se han matado entre todos. Ya está.
– ¿Hay alguien dentro?
– No. – Carraspeó.
– ¿Y la alcaldesa?
– La han espichado todos.
– Vaya mierda. No entiendo cómo ha podido pasar esto.
– Yo sí lo entiendo. Fíjate qué calma. Apenas se oye ruido. En cualquier lío, sea el que sea, siempre se oyen sirenas. Es como una cadena. Aquí nada de eso. Todo el mundo se ha matado. No viene nadie, ni una sola autoridad. Esta tarde he podido hablar con uno del ayuntamiento de Málaga y está como yo. Nadie ha ido a ayudarle. Ya hace dos horas que no sé nada de él. Málaga ha caído. El que haya hecho esto nos ha abandonado. – Musitó con un escupitajo.
– Eso no explica nada.
– No hay nada que explicar. No hay nada que entender. Sólo esconderse. Niños muertos en la calle y que nadie venga a hacer algo. ¿Dónde se ha visto eso? Mira allí. – Señaló a la fachada al lado izquierdo del ayuntamiento, hacia un amasijo de tabiques calcinados. – Uno de ellos ha llenado con gasolina el piso y ha prendido fuego. Una vecina salió asustada y se agarró a mí para que la ayudara, cuando un pirado de ésos le ha disparado cuatro o cinco tiros. Ahora se da cuenta uno de las pistolas que había ocultas. Es ése que ves ahí. Lo bueno es que los que llevan armas de fuego caerán antes, no lo olvides. No hay nada más que explicar o entender.
– ¿Qué piensa hacer? – Preguntó Federico consternado.
– Quedarme aquí mientras tenga tabaco, vino y cartuchos. Estoy soltero. Mi familia son parientes muy lejanos. No quiero pensar lo que habrán sufrido los que la tienen cerca. Yo no he pasado por eso. No voy a encerrarme en mi casa. Me quedo aquí y que sea lo que dios quiera. – Fede asintió. – Toma, son las llaves de un coche patrulla que está en esa calle de atrás. Tiene el tanque lleno. Llévatelo. Recoge a tu amigo y ocultaros hasta que el gobierno o quien quede en sus cabales llegue. Tened mucho cuidado. – La voz del agente se quebró al final de ese deseo. Se notaba que también estaba asustado.
– Vale, gracias y buena suerte. – Le dijo al recoger las llaves del suelo. No quería seguir allí ni un minuto más. No quería prolongar aquella comunicación. Necesitaba sentirse a salvo para poder pensar, encajar todo aquello.
– Adiós, muchacho.

Efectivamente, en la calle trasera del edificio había un Seat Altea con el inconfundible distintivo policial. Antes de subir al volante, Fede miró en su interior. Estaba despejado. Metió la llave y arrancó. Depósito lleno y en perfecto estado. La calle estaba obstruida por un autobús urbano en llamas, la ciudad era un campo de guerra, sin guerra, así que tuvo que dar la vuelta subiéndose a la acera para salir de nuevo por el lado derecho de la plaza. Tener que volver a ver al pobre hombre no le gustaba nada. Pasó a su altura y cuando hizo un gesto con la mano derecha a modo de saludo, un Afectado, vestido con traje y corbata, le lanzó un objeto contundente al parabrisas. Aceleró, atropellándolo. La persona pasó por encima del coche, dando a parar casi a la entrada del ayuntamiento. Se levantó cojeando y se dirigió con furia al policía de la puerta, que lo mató de un sonoro cartuchazo. Pisó a fondo, marcando goma en el asfalto. Era buen conductor. Llegó a la calle de la mazmorra y se detuvo, hecho un fajo de nervios.

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