APOCALIPSIS 3000

La danza de la muerte Venne Adriaen Pietersz

 

DIARIO-2

Uno debe expresar la verdad siempre. Y más ahora, que ya nadie me escucha. Que ya nadie me ve. Dejé de fumar y de beber hace unos quince años. Alexa me lo pedía constantemente. Le hice caso, como de costumbre y, la verdad hay que decirla, nunca me he encontrado tan bien. Dispongo de la salud de un roble. La fuerza necesaria para haber soportado estos más de tres meses. Pero desde que ella es lo que es, fumo todo lo que encuentro. Y hay noches en las que para no oír sus chillidos, esos lunáticos gritos, me emborracho y me quedo dormido hasta media mañana.
Cómo no, recuerdo el día que la conocí. Al acabar la guerra, siendo alemán, era incómodo vivir en Europa y con veinticuatro años emigré a Méjico. Era la chica más fea de aquella fiesta en Veracruz. Las personas feas siempre me atrajeron. Más que nada porque nunca decepcionan con el desgaste de los años. O será porque yo siempre fui un tipo muy feo. Fue en mil novecientos cincuenta. Estaba sentada junto a sus hermanas. Y en el escenario cantaban aquello de: ‘’perdóname mi amor por todo el tiempo que te amé te hice daño, que seas muy feliz, que seas muy feliz, mientras que yo te sigo amando…’’. No fuimos novios. De aquella fiesta al altar. Y del altar hasta hoy. Sesenta y dos años juntos. Sin hijos. Y ahora no sé si me he divorciado, si estoy viudo. No lo sé. Incluso no sé si estoy haciendo algo bueno, dejándola viva en tal estado. Manteniendo el matrimonio. Mi amor por ella. Al principio, por las noches, me sentaba a su lado, a observarla. Parece increíble cómo una persona puede expresar tal estallido de odio. Sin dejar de castañetear los dientes. Sin dejar de gritar. Sin atender a nada, ni a mi voz, ni a nuestra música, ni a las páginas de sus lecturas, que con todo mi amor le leía, deseando hallarle algo de la perdida cordura, a nada. Y dejé de hacerlo. Otras veces abro la puerta despacio, sin que me oiga. La veo, con esa fría mirada color rojo pegada al techo. Con ese grito cada escasos segundos. En la mañana se queda en estado de trance, hipnotizada. Soy incapaz de hacerle daño. No puedo subir y pegarle un tiro. Por más que lo pienso, no puedo. Tampoco soy capaz de pegármelo yo. Dios o quien sea, me dio la vida. Que sea la misma vida la que me la quite.

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ISÓTOPO-2

Echó a correr ciego. Sólo veía interior. Buscaba humanos. Esos seres. Ni mutantes, ni monstruos. Humanos como él. Todos debían morir. Uno de ellos, uno de su nueva estirpe, corrió hacia él. Dos alaridos frente a frente. Shinji clavó su cuchillo en la garganta del otro. Gritó de nuevo, clavando más y más veces la hoja, hasta que ésta se melló contra los huesos con los que chocaba. Y un nuevo grito con su segunda presa. Se agarró la cabeza, intentando arrancarse la conciencia de humano, que le dañaba. Él era humano como los que ansiaba matar. Más. Quería más. Miró al fondo desde lo alto. Al destello y al temblor sobre Tokio. No le importaba. La ciudad ardía y se consumía entre los fuegos de cientos de Fukushima. Allí había más como él. Siempre. Millones.

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EN LA CIUDAD DEL VIENTO-2

Abrió los ojos y corrió al salón. Su mamá, si estaba despierta, le estaría preparando el desayuno, mientras su papá, si estaba inspirado, estaría pintándole un retrato, uno más. El silencio había llegado a la casa. El silencio que pedía papá cuando pintaba. El silencio interrumpido por el retumbe y los alaridos, de auxilio, de odio, de la calle. Por su voz, llamando a su mamá, a su papá. Por las explosiones, los disparos, las colisiones. La locura de fuera. Por la lluvia. Había estado lloviendo toda la noche y aquella era una mañana húmeda. Sus papás no estaban. Tampoco su hermanito. Rock la miró con inquietud, intuyendo la suya. Desayunó leche y galletitas de chocolate, sola en la cocina, todavía inconsciente de la realidad. Y otra vez al sofá con Bob Esponja. Y con Callou. Con Taciana entre sus brazos. Un episodio. Y otro. Y otro. Y uno más. Y un alarido muy cerca de la ventana. Un Afectado apaleando a una mujer sobre vehículos destrozados, con llamas varios de ellos, con charcos de lluvia y de otra cosa. Miró al teléfono sin sonar en toda la mañana, allí, sobre el cargador. Marcó el número pegado al teclado. El del hospital de su mamá. Un tono. Y otro. Y otro. Y un sinfín más sin escuchar la voz de su mamá. Ni la de nadie. La cara del miedo la miró. Y se sentó por primera vez afligida. Sonó el timbre de la casa. No abriría a no ser que escuchase la voz de sus papás. A no ser que los viera por la mirilla. Los dos abrían siempre la puerta. No tenían porqué llamar. Subida a una silla, miró. Era una mujer. Rock ladró. No abrió y la llamada se fue, cansada de no recibir respuesta humana. Volvió a la tele, sin saber qué hacer, llorando hasta el atardecer. Asomándose de vez en cuando a la ventana. Mirando a los fuegos sofocados por el aguacero. A los coches calcinados y destrozados. A aquellos cuerpos tumbados. Los mayores se habían dormido de repente, pensó. Hasta que llegó la misma noche del día anterior. Hasta que en la calle ya no se oía nada. Aquella noche no durmió en su cuarto. Aquella noche ella y Taciana durmieron en el sofá, con Rock a su lado.

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