APOCALIPSIS 3000

el apocalipsis no es un libro apocaliptico juan stam

 

3-EN LA CASA

Había dos muertos al pie de la enorme balaustrada de la casa, en la acera, junto al muro de piedra. Federico no esperaba encontrarse con sus padres, de ese modo no se inquietó al no ver luces encendidas en el interior. Aun así, tras meter el agujereado patrulla en la cochera, espacio habilitado para dicho estacionamiento, con una esmerada pérgola de madera como techo, junto al corralito de la madre, con gallinas en perfecto estado, un ficus enorme, un limonero y cuidado césped, los llamó nada más entrar. Tal vez lo sucedido habría adelantado el regreso del crucero, anheló. Alberto, de cualquier manera relajado por haber llegado ya a cobijo seguro, a la comodidad de un hogar, entró tras él con cara de venir del entierro de un ser querido. Compungido. El más alto subió rápido a la planta de arriba. El deseo podía más que la lógica. Todo estaba tal y como lo habían dejado sus progenitores la semana anterior, él mismo dos noches antes. Su plan de soltero solo en casa se había torcido un poco.
El mismo salón era el recibidor de la vivienda, con dos sofás, uno de ellos cama, un sillón orejero frente a la chimenea y un plasma, bajo anaqueles repletos de fotografías familiares, libros, revistas de sociedad y periódicos. Alberto echó los dos cerrojos de la puerta, a su lado, la ventana que daba al porche, la única de la casa sin rejas por un cambio, mirando a la cocina americana a su derecha, cuidada y limpia. Al frigorífico, escrutando algo con lo que saciar su sed. Su hambre. Apetitos inevitables a pesar de la amargura. En el rincón de la izquierda, una puerta conducía a un pequeño pasillo, que llevaba a la habitación de Fede, a la despensa, a un cuarto de aseo con plato ducha, a las escaleras que subían a la segunda planta, con dos habitaciones más y un gran cuarto de baño, y a la azotea. Al lado de esa puerta, una esquinera con más fotos, algunas del mismo Federico cuando niño, una enciclopedia de cocina, el teléfono y una segunda puerta, de aluminio y cristal, con salida al patio de atrás. Junto a ella, una cinta para hacer ejercicio. Una casa de justas medidas y proporciones. Ni grande ni pequeña. De pocos detalles, pero cómoda, y que el mismo padre de Fede, empresario de la construcción, había erigido.

Ni él ni su mujer estaban allí. Pero su hijo apartó por un momento la terribilidad de sus pensamientos. Tenía mucho tiempo para llorar y poco para pensar en lo que tenían que hacer. Sin derramar ni una lágrima, bajó las persianas de todas las ventanas, comprobó los grifos del baño, que funcionaban con normalidad gracias al pozo artesiano y bajó al salón. Cogió el auricular, consultó la agenda y marcó varios números, mirando a Alberto, todavía de pie apoyado en el respaldo de uno de los sofás. Había línea, pero nadie respondió al otro lado, ni amigos, ni familia, ni números de emergencia. Nadie. Y colgó.

– ¿Qué pasa, qué haces ahí? – El otro lo miró sombrío y musitó un tenue lo siento, tío. – No pasa nada. – Aceptó. – Estarán bien. – Estarán – Bueno, hay que moverse. – Dijo, rascándose la frente, mirándose las manchas de sangre en la ropa, dejando la pistola junto a su foto de niño y abriendo la puerta de cristal y aluminio. – Tenemos que cambiarnos. Pero primero voy a pasar las gallinas al patio. Ahí afuera están a la vista y no me fío nada. Si nos quedamos sin ellas, estaremos peor. Tú enciende el ordenador, a ver si hay internet. Busca alguna noticia.

Pulsó, al mismo tiempo que hablaba, el botón del mando de la televisión, que mostró muy pocos canales abiertos y cuya programación no distaba mucho de las emisiones en la mazmorra: publicidad eterna, golf y demás eventos deportivos en diferido, poco más, con estática en el resto. Ni una noticia. Nada que pudiera informarles de lo que estaba pasando. Si era un virus. Una guerra. Nada. Aun así, la dejó encendida, por lo que pudiera aparecer. De uno de los mostradores de la cocina tomó un pequeño transistor, dando con un solo dial, que en ese momento emitía el tema principal de la teleserie ‘’Doctor en Alaska’’. Era todo tan extraño. Alberto asintió a sus indicaciones. Era tan obvio como natural, que fuese su mejor amigo el que llevara todo el peso del momento. La circunstancia los dominaba y el proceder de cada uno a través de ella era traslúcido e inevitable. Se pusieron en funcionamiento. Había que aprovechar que todavía disfrutaban de fluido eléctrico. A saber hasta cuándo. Federico pensó en cargar la batería, con el cargador que no le valía al de Alberto, de su teléfono móvil, aunque lo descartó inmediatamente. Sin crédito, no le serviría más que para grabar imágenes, jugar o consultar la hora.
El dueño de la casa salió al porche. El olor era ya nauseabundo y tan fuerte, que solapaba el de hierbaluisa, limones y excrementos de las gallinas, los de siempre. En cuanto tuviera un hueco, sobre todo con luz natural, retiraría los dos cuerpos de la entrada. Soltó la cadena del perro, un bóxer viejo y bonachón, escuchando el ladrido de otro más allá, seguramente abandonado. A ver si vigilas bien, le dijo al suyo con una caricia. Abrió la mini puerta de tela metálica y cogió por las patas tres o cuatro gallinas. El cacareo y revoloteo de los animales lo inquietó y se elevó para mirar a la calle, bien iluminada por la farola de su misma acera. No había viviendas a los lados y la parte trasera daba a un enorme y cercado limonar, pero en frente estaba la casa de los Herzog, una familia de alemanes, matrimonio de mediana edad y dos hijos adolescentes, que no mostraba señal de vida alguna y a cuya puerta no tenía ni la más mínima intención de llamar. Varios pasos largos y completó el primer porte de aves de corral, que fueron dejadas sobre el pequeño y tapiado patio trasero, invadido por una bicicleta de montaña, cajas de herramientas, una machota, una barbacoa, una manguera. Cubos. Garrafas. Lo normal. Al llegar de nuevo al corralito exterior, avisó a Alberto para que bajara la persiana de la habitación. La luz del cuarto llamaba mucho la atención. Se volvió de nuevo hacia las sobresaltadas aves y lo soltó. Ya no pudo más. La sensación de recibir tan repugnante olor en su propia casa fue el detonante. Lo que fuera con tomate y los donuts, salió en un buen chorro. En el acto, -empezaba a acreditar lo fuerte que era-, se repuso y se sintió mucho mejor. Ya en el último traslado, recordó que no había comprobado la despensa y el frigorífico. Tras hacerlo, sabedor de que los alimentos frescos iban a vivir poco, respiró calmado. Había suficientes reservas de enlatados y demás condumio de larga duración, cortesía de sus padres, grandes consumidores.
Terminó de esconder los animales y cerró la puerta. Cogió una enorme bolsa de basura, se metió en el aseo y se desnudó, metiendo la ensangrentada ropa en la bolsa. Cientos de cristalitos cayeron al suelo, incluso a la pila de la ducha. Trajo un cepillo y los barrió. Abrió el grifo, cerró los ojos y dejó que el agua hiciera el resto. Mientras se enjabonaba, no cedió ni un segundo al abatimiento. Estaba en su casa y tenía que estar atento, concentrado en todo momento. Estaba claro que sus padres no iban a aparecer de repente como si nada hubiese sucedido. Ya habría tiempo para ellos. Estaba seguro de que él y su mejor amigo, aquel chico tan vulnerable, no lo iban a pasar muy bien. Pero había que sobrevivir. Era toda una suerte seguir vivo tras haber sido atacado y tiroteado varias veces. Tenía que encargarse de todo, permaneciendo oculto en el mejor de los sitios posibles, en su hogar. Tenía que proteger ese hogar, ese último reducto de la vida de antes. Incluso pensó que debía, de algún modo, motivar a su mejor amigo. Tenía la certeza de que, pese a sus limitaciones, que no eran pocas, podía dar mucho más de sí. Tenía que transformar sus ‘’no puedo’’ en ‘’voy a hacerlo’’. En momentos como aquel, bajo el reconfortante vapor de la necesaria ducha, cualquiera se halla a sí mismo. Aunque amargo y desesperado, con más que posibles situaciones límite, ése era su momento. Ahí empezaba su vida, puesta en marcha cuando se la quitó al Afectado del parking. Acabó de ducharse y se atavió con un cómodo albornoz, para que la escena resultara de lo más normal del mundo.

Alberto se sintió culpable por pensar en querer comer o beber antes de hacer nada, mientras su amigo empezaba a llenar el granero. Ya se veía matando pollos para poder subsistir. Fede era listo y previsor, aunque le pareció una escena salida de un naufragio, de últimas opciones para sus supervivientes personajes. Muy probablemente, la nave de sus vidas había chocado con algo desconocido y ahora eran náufragos. Con tales pensamientos, dirigió sus lentos pasos, ralentizados por el triste momento de ánimo, hacia la habitación. Un cuarto pequeño, con largas baldas de sencilla madera llenas de libros, cajas de videojuegos, un acaparador armario empotrado, un gran espejo en la única pared libre, una pequeña cama, un juego de pesas y un saco de entrenamiento.
Las luces del routter parpadeaban con normalidad. Encendió la computadora y se conectó a la red. Tenían internet. Google funcionaba como si nada. Tal gigante es difícil que caiga, supuso. O puede que lo sucedido no hubiese traspasado provincias y fronteras. Tecleó las direcciones web de los más importantes periódicos del mundo. Unas aparecieron con normalidad, la gran mayoría no. Ninguna de las portadas disponibles había sido actualizada y eran las de la noche anterior a los acontecimientos. Ahí estaba la chinita. Política, fútbol, lo habitual, salpicado por algún que otro suceso. La inquietud se hizo tan grande como el mundo. Aquello ya era preocupante a escala global. Lo que días atrás hubiera sido trending topic mundial y absoluto, ahora era un vacío de información. No pudo entrar a Facebook. La red social con más seguidores casi que cualquier religión, no cargaba su página principal. Su cuerpo, sentado en la butaca de Federico, desde la que durante tantos años se había comunicado con él a través del chat, se estremeció, mientras escuchaba el alboroto gallináceo de afuera. Internet seguía ahí, con todo su conocimiento, con todos sus datos. Sus virtudes. Sus pecados. Pero le faltaba algo indispensable para su crecimiento; actualizarse. Le costaba dar con una respuesta a todo aquello. Era como si la red hubiese sido abandonada de repente. No podía ser. La situación vivida en las últimas horas fue aplicada a internet. La gente se había matado. Personas de toda forma y condición. Recordó al asustado reportero en la televisión de la mazmorra. Todo el mundo se ha ido al carajo, concluyó, sin dejar de pulsar f5 en las webs de información que iba abriendo. Y en su imaginativa mente empezó a sacar sentencias sin teoría alguna. Al ser humano lo ha matado el ser humano. Ese era su final. La humanidad se suicida, titularían los diarios si las páginas se actualizaran. Si los encargados de tal cometido siguieran vivos. Súbitamente, recordó un libro que había regalado varios años antes: ‘’El mundo sin nosotros’’, de Alan Weisman. Seguramente no tenía relación con lo que estaba pasando. Habían visto a otros vivos, como ellos, y posiblemente habría más. Pero en aquel libro se describía cómo quedaría un mundo al que de repente le quitan a su más racional morador, el ser humano. Qué bien vendría tenerlo ahora, imaginó. Para saber el estado y las consecuencias que sufrirían las cosas, las creaciones del hombre sin su control. La ventana de la habitación, enrejada, daba al limonero y al corralito. Una sombra miró hacia él, que no soltaba el ratón, como si fuera el último nexo de comunicación con su vida anterior. Era Fede.

– Baja la persiana. – Le dijo. – La luz del cuarto se ve desde la calle.

Hizo caso, con la palabra susto en sus labios. Susto y dudas, muchas dudas. Tal vez un ataque terrorista con armas bacteriológicas. Con un gas en la atmósfera, soltado adrede o por accidente, que había causado que todo hijo de vecino perdiera la cabeza. Pensó en los americanos. Esos lo saben todo. Los muy escasos rotativos digitales disponibles de dicha nación tampoco se habían actualizado. Así evolucionaba horas antes el hombre moderno, a través de actualizaciones. Quizá alguien tenía planeado hacer aquello desde hacía tiempo. En realidad, la sociedad desconocía tantas cosas, aunque solo ahora sería consciente de lo que, posiblemente, algunas personas estarían planeando para hacer daño a la humanidad y se empezaba a temer que cuando ya se era consciente de tal barbarie, pocos quedarían para saberlo. En la red tenía que haber algo que diese las respuestas. Tenía que haber alguien como ellos. Alguien vivo. Cuerdo. Sin esas ganas de matar. Alguien que contara lo que había pasado.
La sangre del corte en la palma izquierda se había coagulado, aunque todavía le molestaba un poco. Olía mal. A sudor, a pis y al fétido aroma del aire. Volvió al célebre buscador, sin obtener respuesta alguna. Resopló, cuando Federico, con el pelo mojado, en albornoz y en zapatillas, entró.

– ¿Qué, algo?
– Nada, todo está como suspendido. La red sigue ahí, pero es como si se hubiese parado. Nadie ha actualizado en los dos últimos días. – Informó Alberto.
– Bueno, ya he encerrado a las gallinas. Que sepas que tenemos agua caliente.
– Sí, necesito una buena ducha.
– Deja que mire yo aquí. Toma, ponte esto, el pantalón te quedará algo largo, y este calzoncillo, que está limpio, eh. – Abrió el armario y sacó algo de ropa. – ¿Prefieres utilizar el baño de arriba?
– No, no importa. Me ducharé en éste.
– Vale. ¿Necesitas ayuda o te apañas solo?
– Puedo solo. ¿Y la comida? – Quiso saber el discapacitado, que no veía el momento de llenar con algo su estómago, cediéndole la butaca, el testigo de aquella búsqueda en la red.
– Ya lo he comprobado. Luego haremos un inventario, pero creo que tenemos para unas tres semanas, un mes como mucho. Después, si no se soluciona esto, habrá que tirar de las gallinas. – Tal y como pensó, y recordó la imagen de su abuela degollando un pollo cuando era niño. Piolándolo sobre un cubo para que se desangrara. Ya se vio desplumando al animal, echando muslos y pechugas sobre la parrilla en la chimenea. Consideró que su hambre no era todavía desesperada si tales imágenes le resultaban chocantes. – Echa la ropa sucia a la bolsa de basura. Y avísame cuando acabes y te miro el corte.

Alberto cerró la puerta del baño. Aun con la vista de la ensangrentada vestimenta de Federico en la bolsa, la vaporosa atmósfera, espejo empañado, era agradable. Se sacó las llaves de su casa y la cartera, dejándolas sobre el mueble blanco. Casi sin querer, esbozó una minúscula sonrisa ante la atención de su buen amigo. Había tenido el detalle de barrer los cristalitos, arrinconados a un lado del lavabo junto al cepillo. Sin embargo, el rostro de Fede fue sustituido de inmediato por el de su madre. Por el de aquella mujer de la que tanto había dependido desde que nació. Aquella mujer que se asomaba siempre que se duchaba para comprobar que no se había caído o que no necesitaba nada. La congoja lo apresó desnudándose, echando la ropa a la bolsa. Se sintió desamparado y más inseguro que nunca. Se agarró con fuerza a la mampara. Descalzo era también muy vulnerable, por eso se agachó, cerró dicha mampara y se lavó arrodillado. El agua caliente contribuyó a que las lágrimas resbalaran por sus mejillas, haciendo que el blanco de los azulejos se distorsionara, sin perder la realidad del sitio en el que estaba ahora. No podría sobrevivir mucho tiempo en tal situación. La comida no duraría eternamente. Cuando se acabara y si nadie venía a rescatarles, habría que salir a buscar. Estilo películas. Adonde fuera y como fuese, y no estaba preparado para eso. No se trata de valor, ni de coraje, se dijo a sí mismo. Se trata de leyes físicas. Su mejor amigo se ocuparía de él, seguro, hasta que topasen con un momento de esos en los que la palabra lastre se hace carne y se tiene que tomar una decisión.
Se quedó un rato bajo el agua. Arrodillado. Apesadumbrado. Muy asustado. La ducha relajó sus músculos, lo que vino bien a su tenso y cansado cuerpo. Pero fue un flaco favor para su mente el obtener tal satisfacción corporal. ¿Qué iba a ser de él ahora? ¿Por qué tenía que acabar así? No había hecho nada malo. Su innato complejo hizo acto de presencia. Esta vez con alto peaje. Se enterró mentalmente. La siguiente palada era la de inculparse por su egoísmo. Él, él, él. Sus padres. Él. Era un miserable egoísta, apelado por su autocompasión, alimentado por su condición de minusválido no luchador, no voluntarioso. Víctima. Mártir de sus pensamientos y de su corazón. Cobarde incluso por no ser capaz de solucionar el asunto con un suicidio, juzgó. Qué joven iba a morir. Irremediablemente, sus genes se perderían. Y qué poco mundo había visto. Cuando se sufre de experiencias tan inauditas, tan alejadas de lo corriente, los pensamientos se amontonan unos a otros casi sin querer. Su egoísmo, la incomodidad del plato ducha, el hambre, la sed, el futuro, sus padres, Federico, aquellas dos chicas del café matándose entre ellas, su casa, el eterno ladrido en la calle, el mundo. Había nacido treinta y tantos años atrás no muy lejos de allí. Qué vida más corta. La certeza de que moriría pronto se hizo piel en su interior. Y se iría sin haber disfrutado de una bonita noche de amor. Miró a Dios. A ese lugar al que hasta los más insignes ateos como él miran cuando se ven en situaciones límite. Miró a Dios. Cómo me haces nacer para esto, murmuró lagrimoso. ¿Para esto me has hecho venir?

– ¿Qué pasa ahí, todo bien? – Quiso saber su amigo desde afuera, extrayéndolo, momentáneamente, del agujero mental en el que se estaba metiendo.
– Sí, ya salgo. – Respondió mustio.

Se sirvió de nuevo de la mampara para salir y se sentó en el inodoro. La herida no era nada, pero se puso un poco de yodo de un bote. El pantalón que le había dejado era negro, su color favorito, con muchos bolsillos. La camiseta era de manga larga, negra también, con el rotulo de Skyrim, celebérrimo videojuego. Lastre que durante tanto tiempo había tapado su supuesto talento. Distracción informática que, de no ser porque había niños muertos en las calles, de no ser por las asombrosas y espantosas escenas que había visto, de no ser porque el mundo, casi seguro, había sido defenestrado, por alienígenas o cualquiera sabe por qué cosa, lo mantendría en aquella hora sentado cómodamente en su sillón, mirada a la pantalla, matando dragones y subiendo aptitudes. Ojalá la situación fuese la difícil fase de un videojuego.

Fede confió en que no resbalara en el plato ducha y se puso al frente de Google. Sabía que Alberto no había encontrado nada. Matanzas en el famoso buscador. Así no iban a dar con algo y buscó chats disponibles. Notas en los foros de los periódicos. Mensajes sin botellas lanzados al vasto océano de la red global. Fue práctico. Y no tardó en leer alguno. De entre las escasas diez o quince ediciones digitales disponibles, un par de ellas mostraban varios, poquísimos anuncios de auxilio o de inquietud ante lo que estaba pasando.

<<Me llamo Valerio. Soy de San Carlos de Bariloche. Aquí ha muerto todo el mundo. ¿Sabe alguien qué está pasando? Estoy escondido en mi casa. Tengo miedo. >>
18:31

Para el siguiente usó su conocimiento de alemán, lengua vernácula de su abuela:

<< Se oyen explosiones muy fuertes en la lejanía. Escribo desde mi auto caravana, en un parque de Munich. Los cadáveres bloquean las salidas de la ciudad. Tengo agua y comida para un par de días. ¿Quién nos ha atacado? >>
18:37

<< a toda la ciudad d Salamanca, x favor. He llegado a casa hace un rato. No he podido pillar muxas cosas y tngo hambre. Mis padres han muerto. La luz se va y viene a ratos. Marcelo, ¿sigues ahí? >>
18:38

En esa página encontró un enlace con un rótulo enorme que alguien había colgado el día anterior y que, por los mensajes atrasados, ya había sido comentado. MUY IMPORTANTE, anunciaba. El link llevaba a un blog particular con un texto corto en su página principal. Una carta llena de frases tan hechas, como aterradoras. La firmaba Jules Fillon, ministro de sanidad de Francia, según decía, y que fuera el representante de la sanidad de los franceses ni explicaba nada, ni guardaba relación con el suceso. El escrito, con algunas partes señaladas y subrayadas, estaba traducido a varios idiomas, entre ellos, el español:

<<Queridos ciudadanos de la república francesa y de todo el mundo. A todo aquel que pueda leer esto:

Es para mí muy difícil tener que comunicarles que soy lo que queda del gobierno de nuestro querido país. Esta mañana, por razones incomprensibles, la población de París, de toda Francia y, según parece, de todo el mundo, se ha visto afectada por un extraño y violento brote psicótico. Por causas desconocidas, -no ha habido declaración de guerra por parte de ninguna nación-, las calles se han convertido en inmensas mareas humanas atacándose hasta la muerte: hombres, mujeres, ancianos, niños. Todos. Es complicado dar una cifra exacta de fallecidos, teniendo en cuenta la ridícula fiabilidad de las informaciones que he recibido, pero según mis estimaciones puede rozar el 70 % de la población mundial o más.

Hasta esta pasada noche, he mantenido conversaciones con el senador de Florida, con un miembro del gabinete de seguridad gubernamental finlandés y con el primer ministro de India, los cuales se hallan en casi la misma situación que yo. Uno de ellos ha podido contactar con los tripulantes de la Estación Espacial Internacional que, según sus observaciones, -no dejo de hablarles sin poder confirmar nada-, se hallan asombrados ante la pavorosa cantidad de incendios en la superficie de nuestro planeta, los cuales podrían deberse a los mismos ataques o a fallos en centrales eléctricas, nucleares, -con todo lo que eso conlleva-, y ante, al menos, seis detonaciones atómicas: dos de ellas en la península arábiga, una en los Estados Unidos, dos en China y una en Rusia, aunque podría haber más. Tras dar este testimonio, se ha perdido el contacto con ellos. Repito, son noticias que no han podido ser confirmadas. No queda autoridad o gobierno alguno que pueda dar fe de todo esto.

Les recomiendo que bajo ningún concepto acudan a comisarías, hospitales o cualquier otro lugar buscando protección. No hay protocolo de emergencia o estamento que pueda ayudarles. Toda la producción, todo el comercio se ha detenido y las comunicaciones desaparecerán muy pronto. Empieza a haber saqueos. Por ahora. Si tienen reservas de comida suficiente, manténganse ocultos en sus casas. El causante de todo esto, el que ha conseguido que las personas pierdan la razón, mantiene vivas a muchas de ellas y no parará hasta que todos estemos muertos. Insisto, esto es real.

Espero que entiendan mi negativa a decir dónde me encuentro, he perdido a mi mujer y a mis hijas, pero tengo la esperanza de que cuando las calles sean seguras, los supervivientes podamos unirnos y recomponer nuestro mundo tras este apocalipsis.

A todo aquel que pueda leer esto, buena suerte y que Dios nos ayude.

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