WORLD OF WARCRAFT, EL VIDAJUEGO. (Una visión personal)

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Mi padre fue, seguro que aún lo sigue siendo, un gran jugador de Dominó. Tuvo una época, años 80, en la que casi no había nada más en su cabeza que el trabajo y la partida de cada tarde con sus compadres, unas veces compañeros, otras rivales. A mí me llamaba mucho la atención ver lo muy enganchado que estuvo a ese juego tan…“fácil de jugar, pero difícil de dominar”. En fin, eran otros tiempos, aunque…ya lo dice el potro italiano: “la gente no ha cambiado, solo lo ha hecho su forma de vestir”.

Más allá de tópicos, de estereotipos, de etiquetas y demás ubicaciones sociales que hoy en día son tan naturales como inflamables, entre muchos otros y en rasgos muy superficiales, hay tres clases de jugadores de WoW:

Uno es el que entró desde los ya clásicos juegos de rol en mesa, con sus dados, su tablero, sus cartas, su Director de Juego, en los que, dicen, solía haber más camaradería, (ojo, he dicho camaradería, no materia social), que en WoW. El rol, como hecho de adoptar un papel imaginario: (mago, guerrero, pícaro), con sus puntos de habilidad, etc…no tenía secretos para él y por eso casi no necesitó saber más. Es aquel que conocía muy bien los cimientos roleros de World of Warcraft, adaptándose a sus mecánicas, no tan complejas como las de programas de corte clásico, de los de apuntar en papel anteriores, rápidamente.

El siguiente es el que nunca antes había jugado a videojuegos y se bautizó en Azeroth. Es el que roza, a veces traspasa, -el primero de esta lista también-, la adicción, término que, por su carácter negativo, en este mundillo y en tantos otros, hay que saber estacionar. Es uno que hará lo que sea necesario en su intento de ser, de tener, mejor dicho, más equipo que el de al lado, -en esencia, WoW es ese lugar en el que la vanidad está escondida detrás de cada pantalla, presente en casi todas las conexiones y casi todo lo que haces lo haces por haberlo visto en el que tienes al lado-, y que se priva de jugar a otros videojuegos, porque es un gamer exclusivo de uno solo, el suyo, en el que pasa la mayor parte de su vida.

Y queda el tercero que, sin alterar el producto, cierra esta pequeña y nada tajante lista. Este es un poco los otros dos…pero en su versión más casual y también más difícil de identificar. Es el que nunca hace JCJ, (jugador humano que lucha contra otro jugador humano), ni bandas, (grupos de 10 o 25 jugadores humanos contra enemigos programados por el juego en enormes mazmorras o lugares diseñados para la ocasión), de gran nivel por no ser un jugador hábil más que nada, torpeza que le lleva a la frustración, al aburrimiento y a su más idealista mensaje: “no estoy interesado en competir con los demás o en tener el mejor equipo”. En su aspecto más genuino, este tercero es el jugador de WoW menos jugador de WoW de todos los jugadores de WoW y, aun así, es el que más ensalza o se maravilla con las virtudes artísticas y técnicas de la obra. Es casi como un programador del juego jugando por puro placer, contemplando su creación, paseándose por las historias, los lugares…pescando, cazando mascotas, buscando tesoros arqueológicos, -a pleno rendimiento, World of Warcraft es una afición en la que siempre, siempre hay algo que hacer-, pero, sobre todo, deleitándose con su música, a mi gusto, una de las mejores bandas sonoras de la historia de los videojuegos. Para los de esa tercera, WoW no es el único juego, pero, teniendo en cuenta su larga vida, la nostalgia que provoca la ausencia prolongada del mismo y su continuo mantenimiento, sí es el único al que siempre vuelven. A esa categoría pertenezco yo.

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Sí, me gustan los videojuegos. Junto con el cine, la literatura, el arte y la música, los videojuegos son una de mis cinco pasiones principales dentro de mis intereses culturales, porque…sí, porque los videojuegos son cultura y, desde luego, arte: un arte que toma prestado de muchas disciplinas artísticas, bien por añadidura, bien como inspiración o bien como reflejo. Los videojuegos son un arte de otras artes y World of Warcraft es una extraordinaria obra de ese arte. Eso sí, supongo que igual que en todo juego masivo, solo en él se halla una distinción remarcada entre el juego en sí y las personas que lo juegan.

En 1991, tras acabar sus estudios, Michael Morhaime, Allen Adham, y Frank Pearce fundan Blizzard Entertainment, -al principio Silicon & Synapse-, una empresa dedicada al desarrollo y la distribución de videojuegos. Tras dos años de portabilidades para otros estudios, desarrollan su primer título importante, (el primero de todos fue “RPM Racing”), “The Lost Vikings”, un entretenido plataformas clásico con los vikingos Erik, Olaf y Baleog como protagonistas. Y la compañía, merecidamente, gana el premio «Mejor desarrollador de software del año». Fue el deslumbrante inicio de la que hoy es una de las multinacionales más importantes del mundo del entretenimiento. Según la cronología oficial, en mayo de 1994 cambia su nombre a Blizzard Entertainment y en noviembre sale el primer videojuego bajo ese célebre sello: Warcraft: Orcs & Humans, RTS, (estrategia en tiempo real), ambientado en un mundo medieval de corte fantástico en el que los humanos del reino de Azeroth han de hacer frente a la invasión de los orcos, seres mitad humanos, mitad monstruos, originarios de la mitología celta y puestos en la escena cultural por un señor llamado Tolkien.

En mayo de 1996 aparece la segunda parte: Warcraft II: Beyond the Dark Portal, que roza el millón y medio de copias vendidas, primera marca en una firma que comienza a acostumbrarse a batirlas. En diciembre de ese año nos presentan al precursor Diablo, -seguro que también vendrá por aquí- un juego de rol y acción en perspectiva isométrica, que creará un estilo referente en los siguientes años, el de los videojuegos “tipo Diablo” y que será, en esa época, el juego de ordenador más vendido de la historia. Con la segunda parte de Diablo, que vendió más de un millón de unidades en menos de un mes, comienza mi relación con Blizzard. Era principios de siglo y Starcraft, su otra gran bandera, llenaba los populares cibercafés dedicados a los juegos. Con tales bases del pasatiempo, la diversión y el sedentarismo, llegamos bien sentados al cinéfilo año de 2001, en el que Blizzard anuncia Worl of Warcraft, el juego de rol multijugador masivo que lo cambió todo.

Salió a la venta en noviembre de 2004, -aquí en febrero de 2005-, y, sin ir muy lejos, se trataba de la continuación de la tercera parte de aquel Warcraft: Orcs & Humans. Pero este no era otro juego de estrategia, -para cubrir ese género los californianos tenían Starcraft-, con la perspectiva isométrica de siempre, -para ese hueco, Diablo-, este era otra cosa. En un maduro salto, Blizzard apostó por la tercera persona, sobre un gigantesco mundo en tres dimensiones con un nivel gráfico que nunca ha sido deslumbrante, lo que ha hecho que sea, desde el principio, totalmente accesible con casi cualquier configuración informática. Para recorrerlo y explorar cada uno de sus rincones, teníamos dos facciones enfrentadas entre sí, (el carácter benévolo o malévolo que cada jugador quisiera darle a cada bando era algo muy personal, al gusto, se sabe que la Alianza ha perdido a su rey misteriosamente y la Horda busca su lugar en el mundo tras la última guerra), como primera opción a la hora de crearnos a nuestro querido personaje: la Alianza cuenta con humanos, gnomos, elfos de la noche y enanos, y la horda con orcos, trolls, no-muertos y taurens. Cada una de estas razas con su propia historia, sus propias características, sus propias tierras, sus ciudades, sus monturas, -desde sencillos caballos, hasta impresionantes dragones y seres mágicos con un porcentaje de probabilidad de obtención tan bajo, que algunos ni se han conseguido en años, lo que hace que sea muy impactante mostrarlo ante los demás-…hasta su música y su cultura eran, (siguen siendo), distintas las unas de las otras. Su propia clase para luchar: guerrero, mago, cazador, brujo, chamán, druida, pícaro, sacerdote, paladín. Su profesión: alquimia, herboristería, encantamiento, sastrería, desuello, peletería, minería, herrería e ingeniería, junto con cocina, primeros auxilios, pesca, equitación, abrir cerraduras, venenos y, tiempo después, la adición de arqueología. Además de un sinfín de armas para cada estilo. De objetos. De secretos y un perfecto y atractivo sistema de logros. Toda una maravilla que se hubiera quedado en un buen juego más sin su mítico componente social: grupos de amigos que se citan para jugar, mientras conversan en cómodos salones de chat público o privado, junto con los históricos clanes, comunidades de jugadores unidos para ayudarse y colaborar unos con otros a la hora de afrontar cada aventura. Un programa bestial que, en el momento de su aparición, fue recibido con críticas muy positivas, encumbrado, casi desde el primer minuto, al liderato. Blizzard no inventó la rueda, pero sí creó una rueda mágica a la que nos adherimos millones de personas de todo el mundo. Una rueda que, a día de hoy, aún no ha sido superada en su circuito.

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La primera vez que jugué, pocas semanas después de su puesta a la venta, tomé partido por la Alianza y como personaje a un humano, un guerrero. Se llamaba Osric, un matao de generosos bigotes y trenzas color rojo. Con nivel 20 de experiencia se agarró la locura, que dirían en Argentina, de ir caminando desde el Bosque de Elwynn, su patria natal, hasta Entrañas, en aquellos días Under-City, -la obra no fue traducida al castellano hasta bastante tiempo después de su salida-, la ciudad de los no-muertos, facción enemiga, que estaba casi en la otra punta norte del mapa de Reinos del Este. Quien haya jugado alguna vez sabrá que tal empresa, en una época en la que el juego era algo más difícil que hoy en día, resultaba complicada, tan complicada como inútil. Pero yo me lo pasé bien cruzando todas esas tierras, ocultándome la mayor parte del tiempo, bordeando a nado muchos kilómetros de costa, tardando horas en tiempo real, porque en aquel momento cualquier jugador de la Horda y de nivel superior al 20, podía matarme, -hoy puedes jugar en modo tregua, salvo en algunas zonas-, junto con los enemigos manejados por el juego, que en muchos territorios me aplastarían de un pisotón. Y…sin morir, con mucha fatiga y muchas risas comentando mi peregrinación en el clan, conseguí llegar, siendo abatido en una de las primeras antesalas de la capital no-muerta. Y es que fueron tantas anécdotas. Recuerdo una noche en las Montañas Crestagrana, ya con nivel 30 y tantos, dando vueltas con la misma ilusión eterna de un centinela NPC, (jugador no humano), cuando un dúo de jugadores sí humanos me avisó por chat de que no podían salir de una torre a la que habían entrado buscando no recuerdo qué. Y a la torre que entré con mi guerrero, arrasando con los dos monstruos bicéfalos, cinco niveles por debajo del mío, que custodiaban la puerta por la que mis compañeros de la Alianza no podían salir. Qué bien y qué poderoso me sentí en ese momento recibiendo sus gratitudes. Había ahorrado tanto tiempo a un par de jugadores como yo, -por aquellos entonces éramos casi todos muy novatos-, que incluso quisieron pagarme con unas pocas monedas de plata que rechacé, “porque los héroes no aceptan pago por su ayuda”. Y en esa misma noche, henchido de gloria, casi un par de horas después de mi hazaña, me cruzo en Ventormenta, Storwind entonces, con el que, decían, era el mejor jugador de WoW de toda España. Un chico gallego, contaban, que llevaba un humano paladín. Y…oh, qué divinidad, qué maravilla verlo en la puerta de la casa de subastas tan orgulloso de sí mismo, con aquella armadura grisácea tan luminosa. Preguntándome cómo había llegado a ser lo que era. Y claro, la dopamina obtenida 120 minutos antes fue sustituida por una codicia irreversible. Eso es World of Warcraft.

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Tras esa y otras muchas aventuras cachondas con el guerrero Osric, -homenaje al rey Osric, El Usurpador de “Conan, el Bárbaro”, (1982), interpretado por Max Von Sydow-, conseguí, sin muchos problemas, sin detenerme en el equipamiento que llevaba o debía llevar, subir a nivel 60, el máximo por aquel entonces. Confesando que estuve realmente enganchado. Apenas hacía otra cosa que trabajar y sentarme a jugar nada más llegar a casa. Llegando a un punto en el que tal entretenimiento comenzó a afectarme no solo en lo social, -me negaba a salir con mis amigos, presentando las más variopintas y mentirosas excusas-, sino en lo familiar y hasta en la salud, trasnochando todos los días teniendo que madrugar sí o sí para no faltar en el trabajo. Lo que me llevó a tomar la firme decisión de dejarlo. Así lo anuncié al primer clan en el que estuve. A nadie pareció importarle mucho, salvo a un jugador con el que más solía coincidir en aventuras mutuas y que me dijo: “esto no se deja así como así”. Respondí con mi inmediata desconexión, desinstalando el programa a continuación. A partir de ahí, por esas fechas de verano de 2005, se sucedieron las muy diferentes y hasta estrambóticas leyendas de World of Warcraft y sus presuntamente peligrosos efectos en la población, su estigma: pérdidas de amigos, discusiones familiares, divorcios, que si “los convierte en parásitos”, llegué a leer. Hasta en un foro se contó que un chico de Badalona, trabajador en una empresa de pizzas a domicilio, se empotró deliberadamente con la moto de su trabajo contra una farola para poder estar de baja 18 meses y seguir jugando sin temor a fallar en el curro: “se dio el piñazo de tal modo, que se partió la mandíbula por los dos lados, la nariz y una pierna, dejándose los necesarios brazos muy a cubierto…”, relataron. Digamos que la parte negativa del juego nunca estuvo relacionada con el juego en sí, sino con el uso que sus jugadores le daban. Que engancha es un hecho irrefutable. Ya he descrito lo que contiene, la abrumadora cantidad de actividades para hacer con total libertad y su…renombrado factor social. Otro asunto es cómo sepa cada uno controlarse o no, porque toda adicción está en uno mismo. Las croquetas, las pipas, el chocolate, rascarte, las series de interminables temporadas, la pornografía, Sálvame, las compras, el póquer online, el alcohol, la marihuana, el tabaco, la heroína y un interminable etcétera…pueden ser sinónimo de adicción y no voy a valorar o a juzgar si los videojuegos, si World of Warcraft es igual, menos o más adictivo que otras actividades. Es el control sobre sí mismo lo que prevalece. Yo lo dejé en esa época, admitiendo mi descontrol y, además, viviendo lo que, supongo, también se vive si dejas de acudir de repente, por el motivo que sea, a un club de ajedrez, de pádel, de entomología forense, que los que en su momento fueron tus amigos, tus compañeros de armas, por así decirlo, tus camaradas del juego, dejan de saludarte, de preguntarte cómo estás ahora que tienes otra vida, que no estás compartiendo con ellos esas vivencias tan inolvidables, como si ya no fueras parte de ellos. Como si fueses un proscrito. Un traidor. “Ya no eres de este mundo, nos importas menos que cualquier otro”. De estar en uno de los juegos más grandes jamás creados, del que se seguirá hablando dentro de cientos de años, a ser un individuo solitario, simbólico. No es mi intención la de describir algo semejante al bullying. No se trata de nada de eso. Pero es cierto que cuando lo dejé, perdí muchas comunicaciones.

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Pasaron seis años y tres expansiones: “The Burning Crusade”, de 2007, con ampliación de nivel hasta 70, un nuevo continente llamado Terrallende y dos razas, los draenei para la Alianza y los elfos de sangre para la Horda; “Wrath of the Lich King”, de 2008, considerada por muchos como la mejor, con límite de nivel en 80, otro gran continente, el bellísimo mundo polar de Rasganorte y una nueva clase heroica, los vistosos Caballeros de la Muerte; “Cataclysm”, Cata para los fans, de 2010, (en mi opinión y no solo por lo personal, la expansión horquilla, porque para muchos jugadores expertos supuso un antes y un después en la trayectoria de WoW), con la que se podía avanzar hasta nivel 85 en nuevas tierras, (Monte Hyjal, Uldum, Tierras Altas Crepusculares, el mundo de Infralar, una zona exclusiva para JCJ llamada Tol Barad y Vashj’ir, el mundo sumergido en el gran océano), para los continentes originales de Kalimdor y Reinos del Este, pudiéndose por fin volar en ellos, así como dos razas más, los goblins del Cartel Pantoque y los Huargens de la ciudad de Gilneas, hasta que, en 2011, entre “Cata” y “Mists of Pandaria”, vuelvo a jugar, disfrutando, esta vez sí y a mi manera, de una gran experiencia de juego.

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Esta vez escogí a una elfa de sangre llamada Taciana y, como el antiguo Osric, de rojas trenzas, aunque sin el cachondeo y la tontería de aquel. Y cómo disfruté subiéndola a nivel 90, desde 0, en Pandaria, el nuevo y gran continente al sur de Azeroth de la cuarta expansión, «Mists of Pandaria». Con salida en 2012, aparte de las nuevas tierras, MOP vino con una raza más, los pandaren, una especie de pandas humanoides, una clase nueva, monje y, entre otras novedades, la posibilidad de entrenar a tus mascotas de 0 a 25 para hacerlas combatir en duelo contra otras. Las mascotas, llamadas mascotas de vanidad, merecen un capítulo aparte. Pequeñas criaturas desperdigadas por el mundo para ser capturadas con la tuya propia o como premio por matar a jefes importantes. En este regreso descubrí que World of Warcraft no era un juego más similar a los que había jugado como inexperto en asuntos roleros. Pasé días enteros cazando y entrenando mascotas, además de pescando, buscando tesoros arqueológicos y completando las conocidas como misiones diarias, formando parte de un clan alucinante al que aún soy fiel, Darkness Shadowss, en el que conocí a todo un amor, -así se definió entre risas la primera vez que hablamos-, y que hoy sigue siendo mi amiga más de seis años después, la gran Xhannah. En Pandaria, sin rozar la adicción, descubrí a WoW como modo de vida y ya no con un solo personaje, porque con más avatar’s, más posibilidades de obtener todo lo que se anhela obtener, descubriendo lo mismo, desde otros puntos de vista. Tras Taciana llegaron Cripta, una bruja no-muerta, la death knight Antartida y la hermosa huargen Sietepecados, nombre sugerido con gran acierto por mi otra gran amistad ganada en World of Warcraft, la siempre cabal y entrañable Samarcanda y su clan Entre Tinieblas. A ambas va dedicado este artículo.

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En noviembre de 2013, Blizzard anuncia “Warlords of Draenor”, la quina expansión del título. En ella podíamos subir a nuestros personajes de 90 a 100. Se añadió otro gran continente a un universo ya de por sí inmenso, el mundo de Draenor que, según el lore, era la tierra de los orcos antes de su destrucción y la creación de Terrallende. La posibilidad de tener tu propia ciudadela y modificarla a tu gusto, mejoras visuales en texturas y movimientos y, sobre todo, la seductora opción, con la compra del producto, de empezar un nuevo personaje desde nivel 90. En la Gamescom de agosto de 2015, la firma de California presenta la sexta, llamada “Legion”. La Horda y la Alianza unen sus fuerzas para combatir a la “Legión Ardiente”, que, comandada por Gul’dan, ha invadido Azeroth. De nivel 100 a 110, otro continente adicional, “Las islas abruptas” y una nueva clase, cazador de demonios, son las novedades principales de un capítulo en el que, personalmente, comencé a notar cierto desgaste como jugador de WoW y que se ha plasmado con la llegada de la séptima y, hasta ahora, última expansión, “Battle for Azeroth”, con dos continentes más: “Kul Tiras” y “Zandalar”, un aumento de 110 a 120 en el nivel de experiencia y el poder reclutar razas aliadas ajenas a las ya conocidas. Un incremento de contenidos, de actividades: nuevas mazmorras, más objetos, más mascotas, las no mencionadas aquí, transfiguraciones, -cambiar la forma y el color del equipo-, nuevas habilidades y muchas cosas más que muy pocas obras del arte del videojuego son capaces de superar hoy en día, lo que hace confirmar que estamos ante una creación artística casi interminable, casi tan mágica como el fantástico mundo que nos muestra.

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Sinceramente, nunca fui un jugador al uso. Tuve mis dos intensas etapas, las que ya he descrito, pero nunca he sabido jugar bien. Lo admito sin rubor. Creo que, durante todos estos años, habré invertido unas mil horas en este increíble juego…casi sin saber ni para qué sirven ciertas cosas, aspectos, mecánicas importantes, como saber qué hechizos o facultades son las que debe llevar mi personaje, qué poderes hacen daño a los jefes o dónde debo posicionarme durante los enfrentamientos. Ni con la ayuda de las dos personas mencionadas más arriba, siempre he sido algo más que un novato que acaba de adquirir el juego y es algo que nunca me ha importado reconocer, más allá de mi particular configuración manual, detalle que no disculpa, -hay cosas que no guardan relación con la física y que debería saber-, pero que sí es importante a la hora de manejarse con soltura en el mundo de Azeroth, a pesar de lo que dicen muchos puristas, que a día de hoy el título está más enfocado a un jugador casual, aunque sea como dice esa máxima de Blizzard sobre sus producciones: “fácil de jugar, pero difícil de dominar”. Este hecho confesado unido a la orgiástica cantidad de renovados contenidos del juego, hacen que me cueste volver a retomarlo, salvo esporádicas excepciones que obedecen a la nostalgia que me invoca solo una de sus maravillosas características, su música.

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Jason Hayes, Glenn Stafford, pero sobre todo Matt Uelmen y Russell Brower son los principales responsables del apartado musical de esta magna obra cultural, una banda sonora que ha ido creciendo y mejorando con cada expansión. Los principales culpables de que volviese a jugar tras seis años sin tocarlo, porque me bastó escuchar el sencillo tema del Bosque de Elwynn para sentir un nudo en la garganta y cierto encogimiento en el vientre, despidiendo a dos pequeñas lágrimas para comprar otra cuenta, -olvidé la mía anterior y empecé desde cero-, y volver. Ellos son los autores de casi la totalidad de los temas del juego, temas de acompañamiento a las cinemáticas, -nadie hace cinemáticas como las que ha hecho Blizzard para World of Warcraft-, y ambientales tan hermosos para mí como “Azuremyst Isle”, “Hellfire Peninsula”, “Zangarmarsh”, “Terrokar Forest”, “Dalaran”, “Angratar Shadow”, “Talador”, “Way of the Monk”, “Naxxramas (abomination wing)”, “Karazhan”, pero…sobre todo “Auchindoun”, “Guardians of Nordrassil«, “Lament of the Highborne”, con ese coro de Banshees y el más grande y quizá más famoso de todos, “Invincible”, sobre el caballo de Arthas, futuro rey Exánime, -casi con total seguridad, el jefe final más célebre de todo WoW-, y que dejo aquí por motivos personales, -dicho tema es canturreado por el personaje de mi novela “Monetizado” en su peor momento-, para cerrar este particular homenaje que brindo a una de las más grandes experiencias de toda mi vida y a la que siempre volveré para continuar diciendo que yo, a mi manera, fui jugador de World of Warcraft.

 

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