APOCALIPSIS 3000

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5.3

 

Dentro de todas las fatigas y las miserias por las que habían pasado para llegar a la decisión de emigrar, escapando de la amenaza nuclear, obtuvieron un pequeño golpe de suerte. En una de las abandonadas gasolineras se apropiaron del kit completo para el medio de transporte de la aventura. Era una Pathfinder Pickup cerrada de color gris. Su dueño, con toda seguridad uno de los cadáveres esparcidos por allí, acababa de llenar el depósito. Ochenta litros de capacidad. Y tenía las llaves puestas en el tapón. Federico conocía tal modelo. Unos doce litros cada cien kilómetros gastaba e hizo cálculos. Necesitaban unos cuarenta más. Para ni pasarse, ni quedarse corto. Del interior de la estación de servicio tomó dos bidones de veinticinco litros cada uno. Dos bidones vacíos, los cuales llenó con la siguiente parte del kit de la fortuna, un enorme Pegaso aparcado allí para siempre.

– Esto es casi como llevar una bomba con ruedas, tío. – Comentó Alberto mientras, alborozados, cargaban los dos bidones.
– Es uno de los riesgos. – Contestó el más alto.
– Supongo que nosotros mismos somos bombas de combustible. – El discapacitado, siempre tan retórico. Habían cambiado mucho, aunque la esencia de sus espíritus seguía intacta.

En un almanaque, seguramente el último año impreso por la humanidad, marcaron el 30 de noviembre como fecha de salida de tan extraordinario viaje, de la más inquietante aventura de sus vidas. En la misma gasolinera dieron con un detallado mapa de carreteras, con autopistas, autovías y casi todos los tramos regionales del país. Emma se hizo con una cámara Polaroid puesta sobre el mostrador, con la que, tras cargar los dos bidones de gasolina, se hicieron unas cuantas fotos. El nivel de esperanza en un ser humano suele subir con tan sencillos detalles. Se autorretrataron para siempre. Ella con su esplendorosa belleza. Alberto con su ojo medio cerrado y su particular rostro, unas veces burlón, otras triste. Y Fede siempre tan auténtico, esbozando en las mismas instantáneas una ligera sonrisa. Tiraron el dado en aquellas fotos.
Con el mapa y el Nissan, que no moverían hasta el día de la salida, obtenidos, establecieron una ruta. La premisa era no entrar en grandes núcleos urbanos en los que, lógicamente, habría más de todo. La idea era salir de la provincia de Málaga a través de Mijas Pueblo en dirección a Coín y buscar la comarca de Antequera. Era todo un lío de carreteras pequeñas. Daban por hecho que las grandes serían intransitables. Mientras calculaban, dejando tal tarea para la improvisación sobre la marcha, por el desconocimiento del estado de cada tramo, fueron saqueando más y más despensas. El frío era cada día más intenso y tenían que moverse. Alberto, incluso, se apropió de un pequeño utilitario que él mismo iba llenando de víveres y demás cosas de utilidad. Empezó a sentirse productivo, colaborando con los otros dos miembros del grupo. Útil como nunca antes en su vida. Útil, siempre y cuando fuese sobre ruedas y no tuviera que correr demasiado.

El Nissan, gasolina para más de mil kilómetros, comida y agua para más de una semana, dos escopetas, tres pistolas, un par de cuchillos, un hacha, unos prismáticos, un botiquín, varios kit de supervivencia con todo lo necesario para resistir durante días en caso de tener que abandonar el vehículo, varias linternas y sus tres inquietos corazones. Tal era la carga en las bodegas de su alma, siempre bajo aquel gris, bajo aquel frío tan artificial que amenazaba con congelar todo lo que le saliese a su paso. Y llegó el día señalado. Llegó el último día del penúltimo mes del último año de vida normal para el ser humano. Para el mundo. Sin esperar vientos a favor, sin esperar a nadie. Sorprendente y aterradoramente aquella mañana del 30 de noviembre empezó a nevar. Una nevada pirenaica en la Costa del Sol, algo inaudito que habría impresionado a los más viejos del lugar. Una intensa nevada provocada por la terrible, perpetuamente varada, concentración de nubes, naturales y no tanto, en la dañada atmósfera, que impedían, como una catarata ocular, la visión del sol sobre la superficie de la Tierra, congelando las precipitaciones, que se les caían como manzanas en una cesta demasiado llena. Aquella mañana, muy temprano, tras una noche de nervios y escaso sueño, con Emma en el asiento de al lado y Alberto, recostado en el de atrás, abrigado, delante de toda la carga, Federico, suspirando bajo aquel insólito y casi artificial polvo blanco que caía del cielo, dio un último vistazo hasta lo más lejos, al horizonte, al de la tierra de toda su vida, al de sus raíces, hacia aquel lugar que, en poco tiempo, sería sepultado por una gruesa y nunca quitada capa de nieve. Una zona, radiactiva o no, que sería inapropiada para cualquier forma de vida. Miró a su compadre a través del espejito retrovisor, guiñó un ojo a su chica y puso en marcha el todoterreno, el contacto hacia lo que les deparara el futuro.

Subieron a Mijas Pueblo, desde donde pudieron ver el paisaje costero, con Fuengirola y sus trazas de ruinas provocadas por los inextinguibles incendios, la Costa y su gris adiós, siguiendo la carretera que llevaba a Coín. Antes de llegar a dicha población, torcieron a la derecha. Instintivamente, Fede se iba acercando a la capital malagueña por otro lado. Cártama, Santa Rosalía, hasta que uno de los esperados tapones a la altura de Los Prados, le hizo tomar un nuevo desvío, esta vez hacia Almogía. Los cadáveres, el abandono de todo era desalentador, más si cabe, al comprobarlo en una zona distinta a la que conocían. Almogía fue el primer pueblo fantasma ribeteado de muerte que hallaron, dejándolo atrás de sus vistas rápidamente a través de aquella carretera de dos direcciones. Federico no conducía acelerado. No huían de nadie, aunque sí de algo. Pasaron por la vega antequerana hasta llegar a Porcuna, ya en la provincia de Córdoba. Debido a los constantes desvíos y a la prudencia, llevaban cuatro horas de viaje, avistando ya el mediodía. Y todo iba bien. Siguieron rumbo Norte hasta llegar a Andújar, que los saludó con una humareda imponente. El apocalipsis tenía otras identidades. Comieron algo detenidos en la cuneta, junto a un autobús ruedas arriba a uno de los lados. La A-4 pasaba por allí. Federico, siempre ligero a la hora del condumio, con una tosta de paté en la boca, miró con los prismáticos, con los brazos sobre la Pickup.

– Me parece que esta autovía está algo más despejada. Hay un tapón allí abajo, pero podemos pasar por el lado. Por eso me pedí un todoterreno. – Sus compañeros de viaje miraron a la derecha.
– Ésta es la que pasa por Despeñaperros, ¿no? – Consultó Emma, algo apagada por la nostalgia. La de veces que había pasado por allí.
– Sí, ésta es. Va directa a Madrid, pero antes torceremos, ni loco entro yo a Madrid.

Volvió a arrancar, dejando para siempre la humeante y cariada panorámica del pueblo jiennense. Empezaba a dejar de nevar, o quizá es que en aquellas zonas no lo hacía. Tal pensamiento les haría estar en lo cierto y el viaje, quizá, un quizá temible, debían haberlo emprendido antes. El Nissan soltó sus caballos sobre la despejada autovía, limpia de todo. Estaba siendo un trayecto demasiado tranquilo. No veían rastro de vida humana alguno. Guarromán, La Carolina, todos ellos con su faz de fin del mundo. Uno siempre asociaba los apocalipsis a grandes urbes como Nueva York, Los Ángeles, nunca a poblaciones como aquellas, se dijo Alberto. Pero allí estaban con toda su desolación. Y subieron, afortunados por no sufrir imprevisto alguno, por el conocido paso de Despeñaperros. A la altura de Venta de Cárdenas, la explanada del hotel Fuente la Teja los invitó al descanso. Federico se relajó un poco y detuvo el todoterreno bajo los apagados luminosos de ‘’Venta de Cerámica’’ y ‘’Abierto’’. Emma se acurrucó en su asiento, con una manta por encima y Alberto llevaba ya un rato con los ojos cerrados. Se bajó y se puso la cazadora, estirándose por las horas de viaje, trayecto pacífico, pero jamás despojado de inquietud. Tomó la pistola y cerró la puerta del coche. Había un cadáver junto a un macetón en la esquina del establecimiento, y varios más de diversos tamaños a los pies de los contenedores de basura y unos barriles de cerveza. La puerta estaba echada abajo. Lo habían saqueado bien y en su oscuro interior sólo pudo hallar varias garrafas de aceite típico de la zona. No pintaba mucho en aquel silencioso interior. Salió y se sentó de nuevo al volante. Tenía que seguir conduciendo, pero no le vendría mal un pequeño descanso. El lugar parecía tranquilo. Y en silencio. Se durmió.

Un cálido beso lo despertó.
– Estás cansado. Anoche no dormimos bien ninguno, deja que conduzca yo un rato, anda. – Aceptó.

Se cambiaron de asiento. La tarde se les echaba encima. Ella miró al sol. Hacía días que no lo veía. Y no era un sol normal. Era como una exigua llamarada intentando salir del denso gris de la atmósfera. O tal vez era un pequeño fogonazo que intentaba alejarse. En su fantasía, pensó que quizá aquel terrible frío que contrita la mantenía desde hacía semanas, era obra del sol y su huida. Arrancó y siguió rumbo hacia arriba. Cruzó, con mirada vacía, el pueblo de Almuradiel, teniéndose que detener quince kilómetros a las afueras de éste. La A-4 se acababa allí para ellos. Una enorme aglomeración de vehículos, estampa ya conocida. Otro retraso. No quiso despertar a ninguno y tomó el mapa. Sabía muy bien lo que hacer y no era justo depender tanto de él. Había dejado atrás el desvío que debía tomar ahora. Una carretera secundaria que unía Almuradiel con Ciudad Real, pasando por Viso del Marqués, Calzada de Calatrava, en donde miró de nuevo al mapa, ya con la linterna, Aldea del Rey y seguido hacia arriba, hacia la capital. Emma conducía diez kilómetros por debajo del límite, muy despacio sobre aquel firme tan liso y bucólico, sumida en sus recuerdos, dejándose bañar por un par de lágrimas. Ya había sembrado algo con el hombre que dormía en el asiento de al lado, pero la última vez que viajó tanto fue con su novio. Desde Madrid a Málaga. Trayecto casi viceversa. También en coche. Su novio. No podía decir que era su ex. No habían roto nunca. Habían estado juntos poco tiempo, pero se presentaron en casa del pobre Lucio como novios. Él dijo, mira qué novia más guapa te traigo, abuelo. Ya lo creo, ya lo creo…corroboró el anciano…y su cara me suena de algo, dijo aquella mañana en la que llegaron. Y los dos, ella y su novio, rieron. Y ahora estaba allí, al volante de aquel coche. Bajo aquella nada. Huyendo de algo muy malo, según su nueva pareja, a quien jamás llamaría novio, por mucho que lo quisiera. Estaba allí, casi rozándole la noche. Intentando que el de los dientes negros no la alcanzase nunca. En aquellas llanuras que sabe Dios lo que ocultaban. Ay, Dios mío, qué nos has hecho, ay, Dios mío y en la siguiente curva, el pánico. Era una moto de gran cilindrada. Su luz la hizo gritar y pegar el mayor giro al volante de su vida. La moto impactó por el lado de la puerta lateral trasera, donde Alberto tenía sus pies. El Nissan, sin frenar, rompió la mediana sin control, chocando contra un pozo de cultivo. Encallándose. Federico se dio en una ceja, solo contusión y el discapacitado se dobló un poco el brazo al caer a la espalda de los asientos delanteros. Emma González solo el susto.

– No lo he visto…no lo he visto…no lo he visto. – Masculló sin poder parar el temblor de su labio inferior.
– Cálmate. ¡Cálmate! – Le espetó Federico, poniéndose la mano en la ceja. – ¿Qué ha pasado?
– Se me ha cruzado uno con una moto, cuando lo he visto he dado el volantazo y no he podido parar.
– ¡Hijo de puta! – Exclamó él, echando mano de la pistola y saliendo del coche. Ella se bajó también, mientras Alberto imploraba con un tío, tío. – Quédate aquí.
– No vayas, por favor, no vayas.
– ¡He dicho que te quedes aquí, coño! – Fue la primera vez que le habló así, tan furibundo.

El más alto saltó el quitamiedos y se acercó al lugar donde la moto descansaba destrozada. Vio un casco por allí y a un hombre, un chico joven, con una herida mortal en el vientre y la pierna derecha rota como un palillo. Pasto para el fin del mundo. Se arrimó, apuntándole con la pistola.

– Cómo no me has visto. – Pudo pronunciar moribundo. Federico no quiso decir nada. No podía añadir más. En aquellas carreteras tan vacías, nadie podía esperar muchas cosas. Ni hacer las demás. El motorista habló de nuevo. Él no lo oyó y se agachó a su lado. – No quiero que me mates. Quiero que me dejes así, tal cual. Quiero seguir recordando cosas mientras pueda. – Balbució, con los dientes ensangrentados. – Pero échame a un lado de la carretera. – Lo cogió como pudo, manchándose de sangre y lo dejó tumbado en el arcén. – Gracias. – Y él levantó su mano a modo de despedida. Regresó al pozo, con el Nissan encima. Con lo guapo que está, se dijo. Emma se había pasado al otro asiento y no dijo nada cuando se montó.
– ¿Qué, era uno de ellos? – Preguntó Alberto desde atrás.
– Sí. Un suicida. Ha muerto. – Respondió seco, sin querer cargar con más ánimo de culpa a ella. Sin querer decir que era un chaval como ellos. Un joven superviviente que tal vez huía de lo mismo que ellos. Tal vez se dirigían a una zona también muy peligrosa si la gente emigraba de norte a sur. Era todo tan inquietante. Respiró hondo y arrancó, a ver qué pasaba. La Pathfinder no respondió, jamás se movería de allí y la noche se echaba puntual. Resopló, cerrando los ojos, aún con la mano en las llaves del contacto y la frente apostada en el volante. Estaba a punto de estallar. Contra todo. Menos contra ella. Ella seguía sin mirarlo y Alberto se echaba en el respaldo, mirando hacia los lados de aquella interminable llanura manchega. Muy asustado.
– Y ahora, ¿qué hacemos? – Quiso saber la voz trasera. Federico no tenía muchas respuestas. Solo una. Fuesen al norte o se quedaran en uno de aquellos cortijos plantados y abandonados en aquellas inmensidades, al amanecer tenían que salir del coche y caminar. La noche era la residencia de ellos, pero era difícil que uno pasase por allí. Y si lo hacía, sería mejor recibirlo dentro del coche, no caminando por la carretera con Alberto y su paso.
– Esperar a que amanezca. – Respondió por fin. – ¿Me pasas esa manta, por favor? – Le pidió impasible a la chica. Él sabía que ella estaba molesta por la manera de hablarle. Se la dio, todavía sin mirarle, sin hablarse.
– Menuda situación. – Masculló Alberto de nuevo.
– Lo mejor será que durmamos.
– Pues anda que no quedan horas para que amanezca.
– Ya.

No eran más de las seis de la tarde, pero la estación y la nueva atmósfera hacían que las noches fuesen casi el doble de largas que los días. Cerraron sus bocas. Y sus ojos. Allí, en el interior del vistoso todoterreno encallado. El calor de sus cuerpos empañó sus lunas, con lo que la vista del exterior era nula. Rachas de rugiente viento golpeaban las puertas. El frío de fuera era intenso. De no ser por ese viento, en aquella ominosa oscuridad, cualquiera diría que se hallaban en el interior del pozo con el que habían impactado. Pasaron unas cuatro horas. Los tres seguían despiertos y los tres se sabían despiertos.

– Ya estoy harto de estar siempre así. – Habló Federico en voz alta, pero como si hablara para sí.
– ¿Así cómo? – Interpeló Alberto, cambiándose de lado, haciendo sonar la gasolina de los bidones de atrás.
– Así, coño, así, ciego. Llevamos meses ya de oscuridad y ya estoy harto. Pienso buscar una casa no muy grande y arramplar con todos los generadores que vea y como haya cerca una central o algo así, no pienso privarme de luz nunca más. Luz gratuita para el que quiera.
– Lo gratuito no necesita ser defendido. – Opinó el discapacitado.
– Por eso mismo, luz y calefacción gratis para todo el mundo. Si empiezan las cosas de nuevo, deberían hacerse así. Ya está bien de tanto peaje por todo, ¿no? – Se dirigió a Emma, que no había abierto aún la boca, descruzado los brazos, ni cerrado los ojos. Repitió. – ¿No?
– No lo sé, solo sé que yo ahora mismo pagaría lo que fuera por estar en un sitio con luz. – Alberto rió.
– Muy bueno, querida.
– Oye, siento haberte hablado así, ¿vale?
– Ay, mira, déjalo, no tengo ganas.
El miedo a lo desconocido. A la oscuridad. A aquella, eternamente silenciosa, carretera. Al infinito. Aunque algunas de sus palabras les causaran sonrisas, en lo bueno y en lo malo eran lo que eran. Humanos. Tres humanos encerrados en un todoterreno inutilizado en mitad de una llanura enorme, bajo un apocalipsis más enorme aún. Y ni un solo reproche. La puerta del conductor se abrió a las primeras claras del día. Federico apuntó con los prismáticos hacia el vasto horizonte. No veía más que campos de labor y naves de color blanco. Consultó el mapa. Estaban a unos trece kilómetros de Ciudad Real. El plan era coger todo lo que pudiesen portar y montarse en el primer coche con el depósito lleno que encontraran en esa ciudad. Solo tenían que seguir la carretera. Otra opción era ir él solo hasta la capital, hasta ese primer coche que encontrara, volver y seguir juntos con todo el equipaje.

– No pienso dejar que te vayas solo otra vez, tío. Hablamos que no volveríamos a quedarnos solos. – Sostuvo Alberto muy convencido, con los pies sobre aquellos terrones de tierra, superficie de gran dificultad para sus piernas.
– Ya, pero hay que decir la verdad. Si voy solo tardaré menos, y lo sabes.
– Me importa una mierda. Siempre juntos, ¿o no? – Y miró a Emma, todavía en el coche. Sin hablar nada, con la cara embotada.
– Déjate de rollos de esos noveleros, siempre estás con lo mismo. Hay que ser realistas. Yo voy en un vuelo. En una hora como mucho estoy aquí. – Y ya se preparaba para salir. – No olvides que yo siempre vuelvo. Os dejo las escopetas. Me llevo la pistola y el cuchillo.
– Oye, querida, dile algo, ¿no? – Emma escuchó el ruego de Alberto desde fuera y salió, sin dejar de cubrirse la esbelta figura con los brazos, dejando que su melena intentara escaparse de su cabeza por culpa del frío viento.
– ¿Puedo hablar, me dejas hablar? – Le pidió con autoridad al más alto, enarcando las cejas, con aquellos ojos tan llenos de beldad.
– Habla. – Respondió él.
– Mira, te digo una cosa, como te vayas y nos dejes solos, te juro por mi madre. – Y se besó la cruz de oro que siempre llevaba colgada. – A la que no he vuelto a ver, que te dejo para siempre. Me voy con el primer tío que vea. Vamos, que echo a andar por ahí y seguro que encuentro a alguien. – Él la miró condescendiente, pero también señalando con la vista a Alberto.
– Tardaré mucho menos.
– Que me da igual lo que digas. Tú decides, pero ya sabes, si te vas, cuando vuelvas yo no estaré y lo he jurado por mi madre. – Fede frunció el ceño. Sacó la mochila más grande de los víveres y se colgó una de las escopetas al hombro.
– Coged las mantas y el botiquín, lo que podáis llevar. Y vámonos.
– Oye, ¿y los bidones de gasolina? – Quiso saber Alberto.
– Si encontramos un coche, volvemos a por ellos.

Y se echaron a aquella desolada y fría carretera manchega hacia Ciudad Real, pasando por el cadáver del motorista causante del naufragio. Alberto empezó a arrepentirse al sexto kilómetro. Nunca había caminado tanto. Llevaba su mochila y empezó a acordarse, no ya de una cama, sino de lo bien que había estado en el asiento trasero del coche. Jodido motero, se dijo. Uno no sabe lo largo que es un camino, hasta que no lo camina sin ruedas. La carretera no se acababa nunca. Federico y Emma iban bastante bien, como dos mochileros más, pero tenían que detenerse cada poco para evitar que el atraso de su compañero fuese ya inalcanzable. Empezaron a dar con los típicos anuncios inmobiliarios y con los almacenes propios de la entrada a las grandes ciudades. La capital manchega tenía varios tapones automovilísticos en su entrada. Decidieron, mediante el mapa, adentrarse un poco más sin tocar el núcleo urbano. Oyeron un disparo en la lejanía. Se agacharon. Era muy lejano. No era con ellos. Pasaron por el paso elevado sobre la A-41, caminando hasta una calle hacia la derecha con bonitos chalets color marrón, cuando a Fede se le iluminó la vista. En el centro de la fila de casas, bajo una pérgola similar a la suya, había plantado un Toyota Land Cruiser. Llegaron. La cancela estaba abierta y un esqueleto reposaba a los pies del vehículo. Cerrado. Federico hurgó en los restos sin suerte.

– Voy a entrar a la casa, seguro que veo las llaves. – Alberto se dejó caer reventado sobre el césped sin cortar, mirando a la acera de enfrente, en la que un perro los miraba con indiferencia.
– Oye, podríamos entrar los tres y descansar un rato, ¿no? – Casi lo suplicó.
– Con este frío, como nos paremos en la calle lo pasaremos mal. – Indicó ella, observando con grima los despojos bajo el Toyota.
– Vale. – Aceptó. – Mientras encuentro las llaves. Cuando las tenga, nos piramos.

Entraron. El más alto voceando, si había Afectados, no tardarían en salir a responder. En la puerta de la cocina a la derecha dos cadáveres más y uno en el comienzo de la escalera hacia la planta de arriba. Ni uno en el salón, que invadieron de súbito, con sus linternas, el jadeo de Alberto y el ruido al subir la persiana. Federico escudriñó los huesos, los cajones. El dueño del coche yace arriba, con las llaves en el pantalón, seguro, pensó. Subió de cuatro pasos con la linterna y la pistola al frente. Emma en la cocina, por si podía saquear algo y su viejo compadre en el sofá, reposando sus piernas, cerrando un poco los ojos, con dolor y frío en todo su cuerpo. Ella abrió una botella de agua y bebió. Federico abrió la primera puerta a su izquierda en la planta de arriba y oyó un disparo. Y ya no oyó nada nunca más. Emma gritó, dejando la botella sobre una mesa de madera blanca, con una bolsa de pan mohoso encima. Fede cayó sobre los restos en el primer escalón de la escalera, con la pistola rebotando por los barrotes de la barandilla. Y la modelo se echó encima de él, llamándolo, a él, a Dios. Tenía el pecho abierto y no hablaba. Alberto salió del salón, cogió su propia pistola y subió al lugar del disparo, dejándola a ella y a sus gritos. En la planta de arriba no había más que dos habitaciones, una con balcón y un cuarto de baño. Sin rastros de vida. O era un hombre invisible o se había escondido muy bien. Entró en cada una de la estancia y en la más cercana a la escalera, casi dando con su bajada, apuntó con la linterna. Había dos cuerpos abrazados sobre la cama, uno de ellos sin piernas y a las piernas de dicha cama, una escopeta con un cable de alambre sujeto al gatillo. Una trampa. No era posible. Aquello no podía ser cierto. Federico, Fede, el más alto, estaba muerto. Ni siquiera había agonizado. Un fuerte disparo con una escopeta de gran calibre apuntando a media altura, a su pecho. Y ya está.

– No, qué va, esto no puede ser. – Dijo el discapacitado, dejándose caer por allí. Emma se había abrazado a él en silencioso y desconsolado llanto, pegándole el rostro al suyo, buscando su aliento desde que lo vio caer por la escalera. Estaba muerto. El fin de su propio fin del mundo. El que entraba primero a las casas, el que salía, el que se cercioraba del vacío de una habitación de hotel, sin importarle lo que pudiera recibirle, el que rompía los candados, el que siempre conducía, el que siempre animaba, y ahora estaba allí, sin vida, sin el estertor de una despedida, sin últimas palabras. De repente, estaba muerto.
Lo tendieron en el sofá, y el interior del cuerpo se le salía a borbotones, y de su boca no salía aliento alguno. No hacía falta tomarle el pulso. Estaba muerto. Emma no dejaba de llorar abrazada a su cabeza, dejando que el calor de su sangre acariciara su pecho. Era el único calor que recibía como respuesta. Alberto cayó a su lado, soltando la pistola y la linterna. No podía creérselo. No era verdad. Era una pesadilla en el fin del mundo, como tantas horribles que había tenido en los últimos meses. La peor. No había muchas diferencias entre la realidad que tenía estando despierto, con las pesadillas mientras dormía. Quizá la única era que cuando dormía y tenía una de aquellas pesadillas, si tenía frío se despertaba para taparse y dicho mal sueño se extinguía, como un canal de suscripción por falta de pago. En la realidad, sí tenía frío no tenía que despertarse para abrigarse y la pesadilla real nunca se apagaba. Fede seguía allí, con sus casi dos metros, con su pelo rubio y su nueva barba, de cuerpo presente, con los lacrimosos besos de la única mujer que de verdad lo había amado, aunque ya no valiese la pena amar, o quizá sí, aunque sólo fuera por las circunstancias, porque únicamente el amor que se tenían los tres los había llevado hasta allí, allí, en aquel mundo en el que solo había dos palabras que no necesitaban ser escritas para estar presentes, amor y muerte. Una te quita la vida, la otra tan solo se siente. Era tan difícil no llorar.

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