UN PUENTE SOBRE EL DRINA, DE IVO ANDRIC. (y la eternidad)

S._Kragujevic,_Ivo_Andric,_1961

“El canto es el mejor medio de olvidar, porque con él el hombre solo recuerda lo que ama”

Ivo Andric

Un puente sobre el Drina

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Imagina, por uno o varios momentos, que en una habitación 3×3 puedes vivir eternamente. Que solo con entrar en dicho espacio, tus células se pausan de tal modo que, salvo por una agresión externa, siempre y cuando no salgas de ahí, eres inmune al paso de los años. Imagina que solo en ese lugar en el que apenas puedes moverte, eres inmortal. Los puentes no son murallas. Ni castillos. Ni torreones de vigilancia. Un puente no es un ostentoso monumento homenaje a la vanidad. Tampoco es un conmemorativo Spomenik, (spomenici) como los de Tito, curiosas, -parecen sacadas de una película de ciencia ficción de los 70-, erecciones que homenajearon a batallas ganadas durante la Segunda Guerra Mundial y que, tiempo después, serían abandonadas y hasta destrozadas por representar a una Yugoslavia unida. Un puente no es una torre con la que intentas hablar con el dios en el que crees, ni la devoción basada en el miedo a la ira divina. Un puente es un anhelo. Un símbolo del carácter nada tajante o absoluto del ser humano, porque con dicha obra no solo se representan sus ganas de descubrir el otro lado, sino que también facilitas su codicia por ese otro lado. Un puente es una construcción única, porque solo ella puede asociarse a la paz y a la concordia humana. Un puente es un tótem práctico, -me imagino la cara de los seres humanos que cruzaron por primera vez uno-, pura magia casi tan increíble y elemental como el fuego y la rueda. Su función más directa es la del paso. La comunicación. El intercambio. La de ser testigo. Un puente conoce a quien lo cruza y el Mehmed Paša Sokolović, pese a llevar siglos sosteniendo el peso de tantas y tan distintas banderas, siempre será el pequeño punto que unió a dos civilizaciones sobre el río Drina, en la ciudad bosnia de Visegrad. Y, salvo agresiones externas, que las ha sufrido con creces, vivirá, (debe), en su pequeña habitación eternamente.

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¿Qué escribir, -con sumo respeto y sin presunción-, sobre una tierra que no he pisado y que solo conozco por amistad, por la cultura y por, desgraciadamente, la televisión? ¿Qué escribir sobre los Balcanes sin caer en tópicos, sin dejarme arrastrar por el estigma? Tras la matanza de los hermanos Izquierdo, el municipio pacense de Puerto Hurraco pasó a la historia más dramática de España, a su cronología de sucesos terribles, pero también a ser mayoritariamente visitado simplemente por el morbo de pasear por las calles donde murieron tantas personas en una apacible noche de verano. Hoy en día el pueblo desea desligarse de todo aquello. ¿Qué aportar cuando tanto se ha dicho? Si la palabra puente es casi sinónima de unión, el término balcanización lo es de lo contrario y he ahí lo que cualquier autor que estacione sus palabras en esas patrias intenta evitar con dificultad, que su argumento se balcanice, divague y caiga sin remedio en lo fácil, en aquella cruel fragmentación de principios de los noventa. Alemania, con sufrimiento, con un muro y con la admirable erradicación de símbolos, llegó a superar los fantasmas del nazismo. Pasó página. Y qué página. En los Balcanes esto es un proceso casi imposible, más que nada y a mi entender, porque viven en un conflicto que se ha regenerado generacionalmente. Por lo tanto, no es sencillo afrontar un texto sobre algo que pertenezca a tales lugares, a pesar de ser consciente, muy personalmente, de su fraternidad, de su riqueza y de ser, este artículo, sobre una creación literaria tan hermosa como “Un puente sobre el Drina”.

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Ivo Andric nació en 1892 en Dolac, a 70 kilómetros de Sarajevo, capital de Bosnia y Herzegovina. Descendiente de croatas católicos, a día de hoy está considerado como uno de los más grandes escritores de Europa del este. Tras estudiar en las universidades de Sarajevo, Zagreb y Viena, formó parte del movimiento nacionalista, de corte progresista, “Joven Bosnia” por lo que fue encarcelado tres años por las autoridades austrohúngaras. Nada más obtener su libertad, vio cumplido su sueño de una Yugoslavia unida, -aunque vivió en Berlín, Roma o Madrid, siempre se consideró yugoslavo-, al crearse, en 1918, el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. En esa época trabajó como funcionario en el Ministerio de la Religión en Belgrado, llegando a ser embajador en Alemania, puesto del que dimitió al estallar la Segunda Guerra Mundial. Su carrera artística empieza con la poesía, alcanzando prestigio en los círculos literarios con su poema “Ex Ponto”, en el que define a la misma vida como una cárcel, siendo su trilogía en prosa sobre los Balcanes la obra que le daría fama y el Nobel de literatura en 1961, hasta hoy, el único en su lengua. “Un puente sobre el Drina” forma parte de esa trilogía y cuenta la historia del puente Mehmed Paša Sokolović, patrimonio de la humanidad por la Unesco en 2007, en la ciudad bosnia de Visegrad o Vichegrado, como a mí me gusta llamarla por mis confesables filias rusas, (grado es la españolización del vocablo ruso “gorad” que significa ciudad), lugar en el que Andric pasó su infancia tras la prematura muerte de su padre.

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Desde el pasado y hasta muy recientes tiempos, Vichegrado es un punto estratégico de primer nivel, particular ubicación que supo ver el visir Sokollu Mehmet, uno de los primeros personajes de la novela, que empieza cuando Mehmet, un niño serbio de Bosnia, es arrancado de su familia para ser llevado a Constantinopla a servir como soldado del sultán. El triste recuerdo de ese niño, que ve a Iamak, el barquero encargado de cruzar a la gente por el Drina como a un guardián del infierno, hará que, siendo ya mayor y visir otomano, ordene la construcción del famoso puente como un nexo de unión entre Oriente y Occidente. Y es que…aunque contiene un importante número de personajes, -ninguno hace de principal-, esta no es una novela coral al uso tipo “Guerra y Paz”. Está más cerca de una literaria crónica de sucesos, de hechos sobre el puente: desde su construcción a finales del siglo XVI, hasta la Primera Guerra Mundial, transcurriendo casi a saltos, despojándose de una linealidad narrativa, que no temporal, pasando de una vivencia a otra en la que Ivo, como defecto y crítica, nos conduce con demasiado “y el tiempo pasó” como apertura de las mismas y en la que no profundiza mucho en términos psicológicos en sus personajes, -tampoco le es necesario para decir lo que tiene que decir-, porque el único héroe es el puente y la historia que sucede ante él. Aun así, las personas que nos exhibe están llenas de sabiduría en su mayoría y aunque parezcan monocordes, -son gente muy representativa de cada escenario-, logras empatizar con ellos como humanos, más allá de compartir sus ideales, conteniendo algunas historias bastante memorables. En sus páginas, cuando el imperio austriaco ocupa Bosnia y llega a Visegrad, conoceremos al soldado de los “Streifkorps” Gregor Fedun, un enorme ruteno de Galitzia, (hoy Ucrania), centinela nocturno en el puente, el cual es seducido por una bella turca que lo engaña haciéndole creer que necesita pasar a la otra orilla con su abuela, quien es en realidad su compañero sentimental, un haiduk, (figura romántica asociada al bandolerismo contra los Habsburgo y el Imperio Otomano), disfrazado de anciana. El bueno y tranquilo de Fedun no supera la vergüenza cuando la chica es capturada y confiesa tras ser torturada, y se quita la vida con su arma reglamentaria. Nos solidarizamos con Fata Osmanagic, que se suicida igualmente arrojándose por el famoso puente, evitando así ser desposada con una familia católica. El pusilánime maese Pero, que se victimiza a sí mismo al conocerse en la ciudad la noticia del magnicidio de la famosísima, sobre todo por el cine años después, Sissi Emperatriz, Isabel de Baviera, asesinada en Ginebra el 10 de septiembre de 1898 por el anarquista italiano Luigi Lucheni. A la pareja de enamorados Glasichanin y Zorka, que deben separarse por la guerra y no ir a América como habían soñado, porque el lugar de él está con los serbios Y, sobre todo, a Alí-Hodja, siempre opuesto a la acción, al cambio en la ciudad desde su tienda junto al puente: “estos alemanes no paran, nos sacarían los ojos solo para poder colocárnoslos otra vez”. A todo lo que represente progreso, desde el ferrocarril: “si vas a ir al infierno, vale más que vayas despacio”, hasta la palabra etcétera, que odia. Y a la que a mí más me ha atraído, a Lotte, la fascinante y enérgica judía de Tarnovo y su famoso hotel de Lotte. Lotte que, sin perder el control y la sonrisa, es capaz de solucionar cualquier problema que surja en su afamado establecimiento. Lotte, la misma que compra montones de lotería española cuando la economía de la zona empieza a resquebrajarse y que en sus escasos momentos de descanso pasa horas junto a una ventana con el puente al fondo, viendo venir el fin de la corona austrohúngara en las cotizaciones del periódico.

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Lo primero que quizá te diga la persona que te la recomienda, es que estás ante una obra crucial para comprender esa región y sus eternos conflictos, como el esqueleto explicativo de lo que la historia, la vida, rellenará después. Pero es mucho más que eso. Es una fábula de ideales humanos tanto de una creencia, como de otra, sin ser una tierna exaltación al optimismo, a la bondad, a la ética y a la moral, -en las primeras páginas te das de frente con la más exacta descripción del empalamiento a un hombre vivo que creo que jamás se ha escrito-. Es una invitación a la nostalgia, nostalgia por los tiempos en los que un grupo de personas con ideologías diferentes, se reunían en la Kapia, -ensanche-, del puente para hablar pacíficamente y con respeto, fumando y bebiendo café. Siempre con el puente como protagonista y sede de los hechos, el autor intenta y consigue decirnos que en Bosnia no había una lucha de creencias, que solo eran un pretexto, porque, según sus palabras, “la verdadera lucha era por el poder y por las tierras”, en una zona que yo asocio con Polonia, país manoseado por unos y por otros.

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El 10 de junio de 1903, Alejandro I de Serbia y su mujer Draga son brutalmente asesinados y sustituidos por Pedro I, que acercó su reino a Rusia, alejándolo del imperio austriaco, tomando una actitud nacionalista y expansionista. Una década después, por el control de ciertas zonas de Libia, Italia y Turquía se declaran la guerra, guerra Ítalo-Turca (1911-1912). Los turcos pierden y la Liga Balcánica, formada por Serbia, Montenegro, Bulgaria y Grecia, viendo su debilidad, toma posesión de los territorios otomanos en la región. Solo al año siguiente, dicha victoria los hace enfrentarse entre sí dos veces, una en las Guerras Balcánicas, (1912-1913) y otra en la Primera Guerra Mundial, (1914-1918), por los mismos territorios que pierden y ganan una y otra vez. Todo un despropósito que Ivo Andric nos expresa magistralmente en su libro, relatándonos que, de repente, la frontera turca a quince kilómetros un día, al siguiente está a más de mil, desvaneciendo el Oriente con graves consecuencias para los ciudadanos islámicos que siguen viviendo en Visegrad, introduciendo a la península en una especie de subasta de ciudades que haría enloquecer a cualquier geógrafo experimentado: Uskub, actual Skopje, Macedonia, pasaba a ser de Serbia; Selanik, actual Tesalónica, para Grecia; y la estratégica Adrianópolis, hoy Edirne, para Bulgaria. El autor nos cuenta todo esto con maestría y con una sola palabra que pulula permanentemente, sobre todo al final, por las páginas de su creación: nacionalismo.

Bridge_on_the_Drina,_1915

«El nacionalismo es tribalismo glorificado», cita de Jiddu Krishnamurti. Sobre los nacionalismos, la escritora croata Slavenka Drakulic señala: “Los dirigentes nacionalistas solo necesitan hacer creer a la gente que hay un enemigo al que es lícito combatir”. En el libro de Andric, un personaje le dice a otro: “Eso que alabas son ideas extranjeras que se vienen abajo ante el impulso de las fuerzas nacionalistas que se han despertado, primero entre los serbios, después los croatas y los eslovenos, a partir del momento en que Karageorges, -el fundador de la Serbia moderna-, pide que cada uno mate a un soldado turco, resolviendo la cuestión balcánica mediante guerras nacionales de signo liberador”. Quizá con predisposición por la estigmatización citada al principio, el libro se lee con la sensación de que Andric y la mayor parte del pueblo balcánico barruntaba lo que iba a pasar. Los grandes cambios en el mundo no se producen exclusivamente en despachos, sino que van formándose por la transmisión de gestos y detalles cotidianos que lees en el libro. Casi todos los conflictos humanos y más los fratricidas, son eternos, eso en España lo sabemos muy bien. Cuando Andric publicó «Un puente sobre el Drina», Franjo Tudman era un joven de 22 años, Milosevic y el general Mladic…niños pequeños, Karadzic estaba naciendo y Srebrenica…un tranquilo y casi desconocido pueblo de las montañas bosnias. Cuando Andric publicó «Un puente sobre el Drina», al puente de Mostar le quedaban menos de 50 años para ser volado por orden de Slobodan Praljak, que se suicidó ante las cámaras de todo el mundo el pasado año ingiriendo veneno y el Mehmed Paša, el de su obra, el que debió servir eternamente como unión entre civilizaciones, llevaba tiempo temeroso de lo que sucedería en su ciudad en el verano de 1992, en el que murieron asesinadas casi tres mil personas, un hecho que Ivo no vería, -falleció en 1975 bajo una Yugoslavia unida, la Yugoslavia del mariscal Tito, aquel que se negó a que su patria fuese un satélite soviético más-, dejándonos, en una de esas habitaciones de inmortalidad como es la palabra escrita, su eterna obra “Un puente sobre el Drina”.

 

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