APOCALIPSIS 3000

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DIARIO-V

Todo se acaba, amigo lector, seas quien seas, que leas esto. El diario que ha podido escribir sin saber un viejo en el fin del mundo, un viejo que empieza a morirse. El invierno ya está aquí. Es navidad y hay hielo afuera. Y yo estoy cada vez más débil. Y enfermo. Mi mujer no ha dejado de gritar ni un solo día. Cada vez la veo más demacrada, más delgada, como un cadáver viviente, y ni aún así sus chillidos cesan. Llevo días tosiendo. Con dolores por todo el cuerpo. Apenas me quedan fuerzas para salir a buscar comida o leña. Podría arrancar la furgoneta y buscar ayuda. Debería abrir la puerta de la habitación y hacer lo que me dijo el buen hombre. Acallar ese grito por fin. Pero no puedo. No puedo hacerle daño a la persona que más he querido en mi vida. Tal vez debería echarme a su lado por última vez y dejar que haga conmigo lo que quiera. Vivir así es morir en vida, amigo. No voy a hacer nada. Voy a quedarme aquí sentado, mirando la ventisca por esta ventana. Simplemente voy a dejar que dios o la naturaleza hagan lo que tienen que hacer. Y me lleven. Y nos lleven. A mi esposa y a mí. Lo siento, he aguantado lo que he podido. Ya no puedo más. La he lavado y perfumado. Incluso con su boca abierta de par en par intentando morderme, le he puesto algo de maquillaje. Mientras fuiste tú, yo fui muy feliz a tu lado y te amo, Alexa. Lo siento mucho, amigo que lees esto. Me despido con éstas mis últimas palabras. Ya no tengo ganas de escribir. Ya no puedo más.

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ISÓTOPO-V

La segunda noche de radiación y odio se presentó. Dejó la torre a lo lejos, corriendo sin juicio, con el significado de su nuevo raciocinio. Buscando con su sexto sentido. Un grupo de los suyos habían organizado una matanza. Se incorporó. A uno de ellos le quitó una gruesa barra de hierro. Más bien una maza. Era fuerte. El más fuerte del grupo. Incrementó su contador. Y las manchas de sangre en su cuerpo. Y el nivel de emisión de sus gritos, aun cuando empezaba a quedarse sin aire. Buscó la salida de la espesa capa radiactiva. Shinji sabía muy bien qué podía matarlo, aun cuando el dolor no existía. Llegó a un conjunto de viviendas de mediana estatura a las afueras. Un cuerpo humano hurgaba en un cubo de basura. Gritó y corrió hacia él con la barra. El superviviente aceleró la huida, metiéndose en un coche. Lo arrancó y pisó el pedal hasta el fondo. La boca del coche impactó en sus piernas, dejando su cuerpo entre dicha boca y un enorme pilar de cemento todavía en pie. La presa huyó despavorida. Se arrastró durante horas. Sus piernas ya no estaban. Se habían hecho añicos. La tercera noche lo dejó junto a un árbol a punto de la defunción, mirando a la nueva panorámica tokiota. La verdadera Nueva Tokio. Consumida por una inclemente manta de nocivos átomos e isótopos, como él. Y como los demás. Una rata se ocultó en el interior de su rodilla, degustándola. La cogió y palió también su hambre. No veía nada. Nada de lo que quería ver. Gritaba, con sangre en los globos oculares, hasta en las orejas, alzando la barra. Su última arma homicida. Se arrastró durante días, comiendo desmadejadas carnes y bebiendo de virulentos charcos, hasta llegar a un cúmulo de basura. Un vertedero monumental. Sede de encuentro de muchos como él y de los otros. Presas. Enemigos todos. Una de ellas, una presa imponente, ataviada con mascarilla y capucha, lo captó con su telescópico punto de mira. Pero Shinji sólo podía ver el odio, el ansia de acabar con su vida. Cuando intentaba arrastrarse hasta llegar a la cumbre de residuos, hasta donde se hallaba la presa, quiso ver, oír. Y ni siquiera sintió dolor cuando algo entró por su frente y le estalló la cabeza. También se muere como murió Shinji. Incondicionalmente.

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EN LA CIUDAD DEL VIENTO-V

Patricia despertó, con la mirada del desequilibrado, pero humano, doctor encima. Tienes que irte. Aquí no hay nada para ti. Llévate mi última botella de agua. No te la bebas toda de golpe, le avisó, metiéndosela en la mochila. Y a dónde puedo ir, preguntó ella. Ve adonde quieras. Busca a tu mamá. Yo no puedo ayudarte. Busca a algún adulto que pueda, pero no te fíes de cualquiera. ¿Ves esto? es cianuro, me lo voy a tomar. No quiero vivir más en este mundo y menos tras lo que se me ha pasado por la cabeza. Ella eso no lo entendió. Tampoco sabía lo que era cianuro. Vio cómo aquel médico apagó los monitores, la luz de la sala y le abrió la puerta. Vio cómo se introdujo algo en la boca y cómo se dio la vuelta en su butaca, dándole la espalda. La puerta ya estaba abierta y Patricia salió. Cruzó el vestíbulo principal, pasando por delante del cadáver de Rock. Un Afectado cojo salió de entre un grupo de puertas cercanas. Chilló. La ausencia de su perro y el afán por llegar al hospital, la habían dejado desprovista de fuerza, de seguridad y de coraje, aunque no de instinto. Corrió. Y corrió. Y corrió hasta no poder más. Quedándose sin aire y sin vista. Se coló en una espesa humareda provocada por el derrumbe de uno de los rascacielos. Una espesa nube pegada a la tierra, a aquellas ruinas desde el día anterior. Desorientada, sola, triste, agarrada a lo único de su mundo, a Taciana, llegó al puerto, con veleros, ferrys y demás embarcaciones desparramadas, hundidas, abandonadas en el mejor de los casos. Siguió la estela de una musiquilla. Anduvo unos metros más y llegó a la altura de un velero con una chica joven tocando un violín en su cubierta. La chica la vio y no dejó de tocar. Era una melodía preciosa, como ella. Igual que Patricia. Y como Taciana. Cuando acabó, le preguntó su nombre. Y tú, cómo te llamas tú, quiso saber también. Yo me llamo Taylor, respondió. Era muy joven, aunque ya no adolescente. Rubia, de pelo corto, vestía unos vaqueros y camiseta gris. Estoy buscando a mi mamá, le dijo ella. Qué bien, yo también busco a la mía. Las buscamos juntas, puedo llevar este barquito y sé pescar, no te faltará de nada a mi lado. Vale, respondió Patricia. Pero antes, queréis tú y tu amiguita que os toque algo. Sí. Patricia y Taciana dejaron de caminar. Y de correr. Y de chillar. Y de esconderse. Y de buscar. Se subieron a la cubierta y se sentaron al lado de aquella violinista del fin del mundo, ocultas las tres por la humareda de la ciudad. La humareda del apocalipsis, como una línea que separaba la locura, de sus corazones. Allí, en la ciudad del viento.

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4 comentarios sobre “APOCALIPSIS 3000

    1. Hombre, sjah8, como ya sabes…todo alarde, sea con la pluma o poniendo la lavadora, se mide por el nivel potencial de quien te lo valora. Usted ya me entiende.

      Sobre el texto…forma parte de una de mis novelas que, expuesta aquí, -porque hace mucho que no sé qué hacer con ella-, a trocitos, está llegando a su fin.

      Agradecido.

      Fuerza mental para ti.

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