APOCALIPSIS 3000

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EL FINAL I

Pasaron horas. Horas de velatorio en aquellas desconocidas paredes. Alberto se echó en un sillón orejero, con las piernas sobre una silla, envuelto en mantas, mirando a la calle, al fin del mundo, al silencio, llegando ya la noche. Quedó a duermevela un buen rato y cuando abrió los ojos, Emma no estaba. Federico sí que seguía allí, tumbado para siempre en aquel sofá en el que le sobraban piernas. Casi como un muñeco abandonado. Se arrodilló ante él y viajó al pasado, al día, ya tan lejano, más lejano incluso de lo normal, en que se conocieron. Congeniaron desde el primer segundo. Conectaron enseguida. Él, un discapacitado con alas prestadas, de plástico, fabricadas con su idealismo y sus sueños, le pidió un cigarro sin apenas saludarse. Federico, nunca fumador, el más alto de aquella reunión a las puertas de un célebre pub fuengiroleño y que se lo negó, era un joven sin más metas que las de sus diversiones y sus excursiones, como aquel Aaron Ralston y sus aventuras, lo que le vino bien para ser medalla de oro en los Juegos del Apocalipsis, aunque cayera de aquel modo tan tonto. Federico, aquel hijo de papá rico y sus fiestas, como un Batman sin espíritu justiciero. Un hombre con un corazón tan grande como su altura. Su mejor amigo, aquel que le llevó hasta su casa para saber si sus padres vivían, aquel que tantas veces le había salvado la vida, incluso de un modo más emocional, en el mundo de los vivos. Le cogió la mano, ya fría, con las dos suyas, la sostuvo y la besó.

– Gracias, tío, muchas gracias. – Susurró en aquella oscuridad.

Emma salió al exterior. Necesitaba un poco de aire, aunque congelase. Sacó de la mochila de Fede la pequeña hacha. Con ella hizo tablas de un par de palets de madera tirados en la casa en construcción de al lado. El perro olisqueaba amenazante, gruñendo, sin atacar. Nunca había disparado a nadie, pese a estar en el mundo más adecuado para hacerlo. El perro saltó sobre una rata descuidada y se alejó con ella en la boca, huyendo de un tremendo alarido. Una Afectada que salió de una de las casas, esgrimiendo un palo. Con rabia, casi a quemarropa y sin mirar, la mató. Su bautizo de fuego. Regresó a la casa y tal y como hacía su compañero, encendió la chimenea. También la lámpara de butano. Con lo que habían podido sacar del Nissan tenían para pasar allí unos cuantos días. Pero tal no era su intención. Alberto, tras la muestra de cariño a su compadre, se había echado sobre el sillón, despierto, mirándola sin apenas alma. Ella cogió la linterna más grande e inspeccionó toda la casa. Vio la escopeta con el cable. Sobre la mesilla de noche, una nota: ‘’Estoy muy enfermo. Mi mujer ha matado a nuestra hija y yo la he matado a ella. Siento el recibimiento’’. Entró en la cocina, bebiendo agua de nuevo, sobrecogida. Había una puerta cerrada. La abrió. El olor y la oscuridad unos gigantes, pero se tapó la boca y entró. Era el garaje, con dos bombonas a un lado, un cubo y su fregona, tres bicicletas, una caja de herramientas. Lo normal. Sobre un panel con notas garabateadas y otras cosas, unas llaves colgadas. Las tomó y pulsó el botón. La puerta de la cochera se abrió. Por qué no miraste aquí primero, cariño, murmuró. Abrió el Toyota y arrancó. Depósito a la mitad. Cerró todo y volvió a aquella lúgubre vivienda.

– Vamos a comer algo. – Le dijo a Alberto, cubriendo el rostro de Federico con una manta, besándolo por última vez.
– Lo has arrancado.
– Sí. – Contestó ella, cada vez más segura de sí misma, aunque ya rota del todo. – Pasaremos la noche aquí. Mañana nos vamos. Tenemos que seguir con el mismo plan. – Alberto solo asintió. – Come algo, por favor, tenemos que ser fuertes. – Lo abrazó, como él a ella el día de la violación. Emma acababa de heredar la fuerza de Fede.

Al mediodía siguiente salieron de ese techo en la que dejaron algo más que el cuerpo inerte de su compadre, de su compañero. En aquel chalet a la entrada de Ciudad Real dejaron su corazón. Continuaron con el Toyota. Tres mochilas. El agua, las armas, todo lo que habían traído. Sabían que no podían salir por la misma entrada para llegar al Nissan y coger los bidones de combustible. Miraron al mapa. No tenían otra que entrar en la ciudad, dando una enorme vuelta hasta tomar la siguiente. Callejearon. Ciudad Real estaba realmente muerta, excepto por las ratas, los perros y un par de buitres espantados por el motor. Salvo por un Afectado que les atacó a tiros de repente por una de las calles. Los malditos causantes de todo seguían allí, deambulando psicóticos, rabiosos, deseosos de expresar toda su ansia criminal, alimentándose de todo lo que alimentara, aunque esperanzaba ver que no quedaban ya demasiados. Emma aceleró, esquivando con suerte y algo de pericia una furgoneta empotrada en un árbol de la zona céntrica, donde los cadáveres eran más que un aterrador tumulto. Tomaron varias calles más a su izquierda, con el susto en sus miradas. Había escarcha y hacía mucho frío. Salieron, a vaivenes y esquivas, llegando al término municipal de Poblete. Allí se adentraron por un camino sin asfaltar que cruzaba la vía del tren. Fue entonces, con la visión de un grupo de coches de pasajeros, cuando cayeron en la cuenta de la pérdida también de todo servicio ferroviario. Llegaron por fin al pozo donde se había quedado varado el coche. Con la escasa ayuda que podía aportar, pero con gran voluntad, Alberto, a su manera, la ayudó a cargar los dos bidones y el resto de agua que no pudieron llevarse el día anterior, con el más alto aún en vida. Aquél era más centinela. Siempre mantenía un ojo atento a su alrededor. Ellos, en cambio, afanosos, actuaban desprovistos de esa cautela, de esa prudencia. En aquel páramo no había mucho que temer y la única silueta humana, aparte de las suyas, era la del joven motorista, yacido en la cuneta y al que no dedicaron más que una indiferente mirada.

Emma condujo de nuevo. No se hablaron apenas más que para comentar los siguientes tramos de la ruta. Volvían a enlazar con el plan, aunque les faltase la pieza angular, la más fuerte. Tuvieron una pizca de suerte, hallando la N-401 despejada, salvando algún que otro obstáculo de plástico, cristales, goma y huesos por las cunetas, campo a traviesa en algunos metros. Emma demostró ser gran conductora y siguieron rumbo Norte. Fernán Caballero, Fuente El Fresno, Los Yébenes, ya en la provincia de Toledo. Al pasar por dicha población, con Alberto distraído en sus mundos, la chica detuvo el Toyota. Ante ellos, el que había sido considerado como uno de los túneles más peligrosos de Europa, el túnel de Los Yébenes, un tubo de casi un kilómetro de longitud que había que tomar si no querían dar más vueltas. La ex presentadora le puso arrestos. Fede habría entrado sin pensarlo, se dijo. Metió la marcha y entraron en tan terrorífica boca. No encontraron señales de Afectados que pudieran atacarles, pero un enorme tráiler bloqueaba el paso. Había un espacio entre el morro de la cabeza y la pared del túnel que Emma, detenida, mirando con los faros del todoterreno, calculó que podría ser suficiente para pasar. Se bajó, sacando la pistola, sin salir del campo de luz. Volvió a calcular.

– ¿Tú qué crees? – Preguntó a Alberto, provocando el eco.
– No sé, yo creo que no pasa y que demos la vuelta.
– Está ahí, ahí, muy justo, vamos a ver.

Se puso de nuevo al volante y metió el morro. Éste, por la parte de la puerta de Alberto, empezó a rozar la pared, dejando allí algo más que la pintura y un estridente ruido. La chica, empecinada, aceleraba poco a poco, con temor a quedarse atrapados. El Toyota empujaba y rugía.

– Como le pise más, aquí nos quedamos. – Dijo estremecida.
– Da la vuelta, tenemos gasolina suficiente.

Salieron del pavoroso túnel por la misma boca, pensando, sin querer profundizar, en lo que hubieran hecho en caso de quedarse atascados allí, entre el camión y la pared del túnel. Cruzaron los Yébenes. La ausencia de Fede al volante y a sus lados era tan notoria. Tomaron la primera salida hacia un tramo anexo a la 401. Una carretera pequeña con olivares a cada lado. Enlazaron con la misma que venía del túnel, hasta llegar a Orgaz. En Almonacid de Toledo pudieron disfrutar de la CM-42 hasta Nambroca, bordeando Toledo y su nueva panorámica, Torrijos, El Tiemblo, ya en la provincia de Ávila y todo despejado hasta llegar a Medina del Campo, en la provincia de Valladolid, ya en tarde-noche cerrada, conduciendo a media velocidad. Entre este término y Tordesillas, Emma se detuvo a un lado de la carretera. Ya llevaba rato diciendo que hacía mucho que no conducía tanto, tan seguido y que estaba mareada. No dejaba de pensar en lo que hubiese pasado si hubiera insistido en pasar por aquel oscuro hueco. Comieron un par de latas y se recostaron bajo aquella intemperie, aquellas oscuridades, aquel deprimente frío. Y la tristeza.

– Mañana vamos a llenar el depósito, ¿vale? – Le dijo a Alberto, que le había cedido, por encima de su propia comodidad, el asiento de atrás.
– En una de las mochilas está el embudo. – Ninguno de los dos quiso decir que estaba en la de Federico.
– Ya nos queda poco, cariño. Estamos a unas tres horas. Mañana almorzaremos en la costa. Lo hemos conseguido.
– ¿Es mejor Asturias o Galicia? – Consultó él, con la mirada en la carretera.
– Con llegar al Norte me conformo. – Reconoció ella, apagándose. Queda.
– Mi padre decía que Asturias es más bonita. ¿La conoces? – No obtuvo respuesta. Se quedó dormida hecha un ovillo. La miró, sintiendo una ligera somnofilia, y sonrió.

Sorbió por la nariz, rascándose la frente. Abrió la puerta de su lado, y sin bajarse, orinó. Cerró y bebió un poco de agua. Tras ello, giró las llaves del contacto y vio la hora: las 19.36 del 2 de diciembre sobre una carretera perdida de Castilla Y León. Castilla. Realmente estaban tan cerca. Miró al mapa, alumbrando con la linterna. Unos trescientos kilómetros más al Sur de la meta. El siguiente término era Tordesillas. Recordaba ese nombre. Cómo no. En él encerraron casi medio siglo a Juana la Loca, para él, un personaje fascinante. Loca de qué, decía siempre. A amar de ese modo le llaman locura, se dijo ahora. Juana la Loca. Encerrada para siempre. Sustrajo de su mente otra influencia. Aquella película de Aranda: ‘’Cuando cierro los ojos, se acerca él. Siento su piel en la yema de mis dedos. Vierte su voz en mis oídos. Percibo el olor de sus axilas. Levanta mi deseo. No temo a la muerte, pues sea lo que sea, me conducirá junto a Felipe…’’ A mí también me conducirá junto a ti, donde quiera que estés, se dijo para sí. Dejó pasar unos minutos más. Emma solía roncar ligeramente. Ya se conocía ese suave ronquidito. Bajó una de las cremalleras del anorak y sacó un arrugado y húmedo pitillo dormido allí desde hacía días. Intacto, con su mechero anexo. Bajó un poco la ventanilla y fumó. Ya no se trataba de dejar el hábito por la salud, las carreras y todo eso. Ya era por no olvidar el pasado. Apuró el cigarrillo, abrió de nuevo la puerta y lo pisó con la bota. Hacía bastantes horas que no se descalzaba y allí tenía horas para estar cómodamente descalzo. Puso la pierna izquierda en el asiento del conductor y empezó a desabrochar cordones, cuando un lejano brillo lo alertó.
Era un punto de luz muy lejano que avanzaba a su derecha, como una de las estrellas del cielo nocturno que tantas semanas llevaban sin ver, una estrella en la carretera. La llamó. Ella despertó con una babilla en la comisura, con los ojos caídos. Alberto solo le señaló con el dedo. Se pasó al volante en vértigo, calzándose y poniéndose el abrigo. La luz se acercaba cada vez más. Tiró de la mochila más grande, el mapa y dos mantas, sacó las llaves del contacto y salieron, escondiéndose tras unos matorrales.

– Me he doblado el tobillo. – Se quejó él en voz baja, con dolor al bajar con tal estrépito, con una bota medio desabrochada. La estrella era un vehículo. Una furgoneta. Se detuvo a la altura del Toyota. Ellos sacaron la pistola.

Cuatro linternas y cuatro armas. Sólo el número era seguro. Sus intenciones, jamás nadie las sabría. Era un riesgo elevado salir y comprobarlo. Buenos hombres. Malos hombres. Cuatro. Cuatro saqueadores a los que le brillaron los ojos cuando vieron los dos bidones de gasolina, las mochilas y un par de escopetas tras reventar la ventanilla del conductor de varios culatazos. Y por qué no salir y tratar con ellos. Pensó Alberto. O acabar con todo. Le estaban robando en su propia cara. Le vino a la mente la sensación que tuvo encerrado en el baño, cuando Alba y su compañero, el asesino del bóxer, saquearon la casa de su compadre en sus propios oídos. Lo de aquella noche, con aquellas linternas mirando al interior del Toyota, aquellas risas, era mucho peor. Emma lloraba en silencio, mordiéndose los labios. Una apuesta muy elevada. Y quería comer al día siguiente en la costa Norte, en Galicia o Asturias, tanto daba. De aquel matorral, de aquella oscuridad, como fuera, podían salir. De un enfrentamiento con cuatro tíos armados, seguro que no. Ella ya sabía cómo trataban a las mujeres algunos tipos en el nuevo mundo. Dar con un Federico y un Alberto había sido una fortuna, como la que habían encontrado aquellos cuatro. Vaciaron también lo que quedaba en el depósito. Se colgaron sus armas, con las dos nuevas adquisiciones y sus comprobaciones. Se montaron de nuevo en la furgoneta y siguieron su camino. Cuando dejaron de ver la luz en la noche, salieron del frío escondite. Se metieron temblorosos en el coche desvalijado, despejando los asientos de cristales. Emma tapó el hueco de su ventanilla con una de las mantas. A efectos prácticos, les esperaba la noche más difícil de todas, esperando entre ellos, en el silencio de la incomprensión, la pregunta más natural. Un qué vamos a hacer ahora horroroso. Un qué haría Federico en sus cabezas con aquel imprevisto.

– Solo podemos esperar a que amanezca. – Habló ella con espíritu quebrado. Sin poder hallar otra opción, otra respuesta. Sin hallar en el interior del Toyota, lo que instantes antes era suyo.

Les quedaba la mochila mayor, con varias latas, tres botellas de agua, la lámpara de butano colgada en una de las anillas, el botiquín, varias raciones de supervivencia, el hacha de mano, dos mantas, las dos pistolas, mas una enorme dosis de miedo. Allí, en aquel arcén, con aquel eterno y oscuro páramo a los lados, con aquel frío que no necesitaba de propiedades nucleares para ser terrible, -era diciembre y Castilla, mucha Castilla-, estaban expuestos a otra incursión, a otra visita, a otra saqueadora estrella. El Land Cruiser no se movería nunca más y dejaron pasar las horas tan lentamente, que ya no eran horas, sino minutos. Y los minutos, horas. A Alberto le dolía el tobillo. Mucho. Ya no sabía cómo ponerlo para que le molestara menos. La mañana les alcanzó, incómodos, sin más sobresalto que aquella sensación de permanente abandono.

– Hay nueve kilómetros hasta el siguiente pueblo. – Informó ella con el mapa sobre el volante. – ¿Crees que podrás llegar?
– Me duele mucho, pero no quiero quedarme solo.
– Trae, deja que te lo vende. – Alberto se terminó de aflojar los cordones sin tocar desde que empezó a hacerlo, antes del saqueo. Con el importante aroma de un pie sin descalzar y sin un buen lavado en muchos días, ella, con todo su amor, le puso un fuerte vendaje. – Se te ha inflamado un poco. Tómate un paracetamol, te aliviará. Tenemos que llegar a ese pueblo. Buscaremos un coche disponible que tenga combustible hasta el siguiente.
– De oca a oca y tiro porque me toca. De coche en coche conduciendo hasta que pase la noche. – Recitó él en voz baja, intentando que el pie vendado le entrase en la bota. Ella le dedicó una delicada sonrisa y le acarició la mejilla.
– Ay, qué gran artista se ha perdido el mundo. – Le obsequió con encanto.
– No, no soy ningún artista. Nunca lo fui. Si lo hubiese sido, me habrían amado, querida.
– Pues mira, para mí sí lo eres y yo te amo. – En ese segundo de correspondida admiración, desprovistos de todo, desesperados, el discapacitado casi se atreve a pedirle un beso. A pesar de la fatiga, la somnolencia y todo lo sufrido, seguía tan preciosa y quién sabe si tendría otra oportunidad tan adecuada. – Anda, yo llevo la mochila, no te preocupes por nada. Sólo apóyate en mí. – Ató las mantas a las trabillas de la mochila, que se echó a la espalda con todo el peso. Decidieron dejar allí la lámpara y echaron a andar hacia el Norte, con la mano de él, cojeando como nunca, en su hombro.

Fue todo un calvario. Nueve kilómetros que parecieron novecientos. Alberto, con el abatimiento y el dolor en el tobillo cada vez que lo ponía en el asfalto, recordó lo que había leído una vez en una entrevista, aunque no supo ponerle nombre al dueño de aquellas palabras: Cuando corres 150 km a más de 3.000 m de altitud, al principio le das vueltas a las preocupaciones diarias, luego te centras en correr y, cuando han pasado unas horas, ya no piensas en nada. Era cierto. Lo comprobó en aquellos nueve kilómetros eternos. Solo nueve y no ciento cincuenta. Nueve sobre la vasta llanura, no a tres mil metros de altitud. Ya no pensaba en nada. En su interior sólo había sitio para el anhelado descanso. Un sillón, una simple silla, algo en lo que sentarse y parar. Eran dos gruesas sombras. Gruesas por el abrigo que llevaban, bajo aquel gris inamovible que le hacía el amor al fin del mundo, con sus vahos de jadeos y el frío como orgasmo, sobre aquella perdida carretera castellana. Tras pasar por una fábrica de aislamientos y un puente sobre el Duero, entraron en Tordesillas. Junto al toro de bronce de la entrada, inutilizado y abierto, había un Peugeot 106 color azul.

– Quédate aquí. Voy a buscar uno con las llaves puestas. No me gusta registrar a los muertos.
– Vale. – Respondió él, echándose en el asiento delantero, tiritando. Tosiendo. De nuevo se venía abajo.
– Ten la pistola a mano, ¿vale?
– Sí. – Y lo dejó con la mochila y su escaso resuello.

La vio alejarse por la primera esquina a la derecha, empuñando el arma y a paso ligero. Le entraron dudas con las imágenes que tenía delante, tan ajenas a las de toda su vida. A lo mejor, -se negó a decirse y si-, estaban equivocados y no se acercaba invierno nuclear alguno. A lo mejor los peces muertos en la playa se debían al vertido químico de algún barco sin control debido al gen del odio. Puede que estuviese cambiando la temperatura en el sur de España, pero radiaciones, veneno, muerte sin esperar. Quizá se precipitaron. Tosió. Ya no había vuelta atrás. Jamás volvería a su tierra. Al poco, incrustado en aquel asiento, sin perder la vista a ninguno de los frentes, con la mirada del toro, sin ganas siquiera de abrir la guantera, vio un zorrillo paseando tranquilamente por la acera. Tras él, un alarido, un hombre joven y robusto con escopeta en las manos que se esfumó por la misma dirección que había cogido ella. Debería salir del coche y atraerle, matarle, pensó. Puede que su compañera no lo viese. Y entonces sí que sería su fin. Primero Federico, el pobre Fede, y ahora ella. Cómo creían que iban a llegar tan lejos sanos y salvos. Allí, en Tordesillas, encontraría su final. Probablemente, solo por instinto, se ocultaría en una de las casas y se recluiría para siempre, como una alimaña sola y herida. Como la pobre Juana la Loca. Pero no hizo nada. No tenía fuerzas ni para parpadear.

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