APOCALIPSIS 3000

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Y SE ACABÓ

 

Emma comprobó uno a uno todos los coches abiertos, con el Duero a su izquierda. Dio con dos posibles, pero ninguno de ellos con suficiente combustible como para recorrer unos pocos kilómetros. Tenía que seguir jugando. Miró a su alrededor bajo los muros del monasterio de Santa Clara, lugar de reclusión de Juana. Pero eso ella no lo sabía. Tampoco que detrás se acercaba un Afectado que nada más verla, profirió el alarido infernal, disparando sobre una de las puertas del utilitario que andaba inspeccionando. Muy cerca. Era Usain Bolt con escopeta. O tal vez su horror le hizo creer que era tan rápido. Pero ella era humana, no aquellas máquinas que sólo pensaban en matar. Matar sin planes. Ciegos e incondicionales. Había aprendido mucho de Federico. Se ocultó en el asiento de atrás, con otro disparo sobre la luna trasera. Ella gritó también. Faltó poco. Dejó que se acercara. Que recargara. Una máquina, por efectiva que sea, no dispone de la picardía que dona el miedo a un humano. Ellos necesitaban ver un blanco para emitir lo ensordecedor y para atacar. Dejó que se oyeran sus pasos, hasta que asomó el cuerpo por la reventada luna trasera, a menos de medio metro. Cerró los ojos y apretó el gatillo. Le dio en el pómulo izquierdo. Lo mató. Su segundo trofeo. Salió del coche, sin querer saquear el cuerpo, sin querer quitarle la escopeta, sin evitar el temblor de su labio. El representante del odio de Tordesillas había caído. Si tenía suerte y no permanecían allí mucho tiempo, sería el único. Trémula y casi a punto de mojar el pantalón, llegó a la plaza mayor del pueblo, con el ayuntamiento y gran cantidad de cuerpos, diferenciados solo por la descomposición en mayor o menor grado. Incluso vio el cadáver de un hombre que todavía sangraba. Había señales de incendios, zapatos, muchos zapatos y basura. Los buenos olores jamás regresarían. Junto al velador de un café, un Ford Mondeo color gris. Llaves puestas y depósito a la mitad. Besó su volante. Recordó el mapa. Podían llegar hasta la siguiente parada si no daban muchos rodeos. De coche en coche, como le dijo Alberto. Fue pavoroso tener que dar la vuelta en la plaza pasando por encima de tantos cuerpos. Lo siento en el alma, pero ese muchacho y yo llegaremos a nuestro destino por encima de vuestros cadáveres, se dijo a sí misma. El destino. Ella sí creía en el destino. Y llegó de nuevo al toro de bronce. Alberto la vio llegar en aquel carrazo. No podía, ni debía ser otra persona.

– Venga, vámonos, creo que éste nos llevará. He matado a uno.
– He oído los disparos. – Sin querer decirle que él ya lo había visto, ocultando su cobardía.
– ¿Cómo estás? – Le preguntó ella.
– Me duele el tobillo. – Le ayudó a subir al Mondeo. Ahí se dio cuenta de que únicamente por el esfuerzo de otros, seguía vivo. Él le había salvado la vida a Federico o eso creía, si el basurero en la mañana del primer saqueo murió por sus golpes. También aquel niño en la casa de Lucio. Pero el verdadero esfuerzo fue el del afán por sobrevivir, las arengas, la fuerza, aquella llamada que parecía silenciosa pero que convencía con sólo mirar, como cuando quiso quedarse en aquella esterilla, de Federico, el verdadero empeño era el que su compañera, la madre de sus sueños, de sus metas, realizaba ahora al cogerlo y dejar que se sentara en el nuevo transporte hacia el Norte, la enérgica naturaleza de él, frente a la amable ternura de ella lo habían salvado. Se torturó. No quiso ser más carga y optó por la vía diplomática. – Oye, y si nos quedamos aquí. Es un sitio muy tranquilo y aunque haga frío, el aire parece natural. – Ella respiró, mirando al pueblo, al Duero, que discurría con total normalidad.
– ¿Estás cansado?
– Sí. Empiezo a hartarme de esto. Aquí habrá casas también abiertas. Podemos pescar en el río y cazar. Yo sé poner trampas.
– Él querría que llegáramos al Norte, cariño. Él dijo al Norte. No pierdas la esperanza. No te vengas abajo. Ya nos falta muy poco. – Se abrazaron.

El mediodía les rozaba. Subieron hasta Benavente, en la provincia de Zamora. La idea era tomar la conocida Ruta de la Plata hasta Campomanes, en Asturias. Eligieron Asturias por estar en esa dirección. Más recto. Desde allí hasta Mieres y ya Gijón. La costa. El final de aquella odisea en la que habían perdido a lo más grande. Lo más grande es siempre lo que se pierde, aunque en aquel caso era muy importante, además de grande. Se propusieron firmes no detenerse hasta llegar al final. Hasta encontrar un sitio en el que quedarse provisionalmente unos días, mientras encontraban otro más adecuado. Adecuado a aquellas circunstancias. Adecuado al apocalipsis. Emma prefería una casa en alto, aunque sin alejarse de la playa. Una bien escondida con cierta visibilidad. Saquearían, pescarían, cazarían y tendrían un huerto. Si encontraban alguno, también un perro. O dos. Aunque a ella le encantaban los gatos. Buscarían también otros animales. Pollos. Vacas. Cerdos. Para cuando no pudiesen salir. Y no se fiarían de nadie en absoluto. Alberto, tras el diálogo de lo que iban a hacer, incluso se dejó arrastrar por sus más profundas tentaciones. Nunca había estado tan unido, tan cerca de una mujer. Tal vez fuese ella la que le proporcionara su anhelada noche de amor. Quizá con Emma González, la guapa presentadora de la tele, tuviera un hijo. Un hijo en el fin del mundo. Con todo lo que eso conllevaría. Un niño al que criarían sin esconderle la realidad, enseñándole las cosas buenas del pasado. Pondría un aula en su habitación. Recogerían todos los libros que viesen y le enseñaría a ese hijo todo el saber del mundo, sin olvidar lo necesario para sobrevivir. Tales eran las prendas oníricas de sus invisibles maletas.
Pasaron por Benavente en dirección a León. El Mondeo tenía todavía combustible suficiente aunque no llegarían al final con él. Detenidos a la altura de Onzonilla, tomaron el desvío hacia la A-66, con la fantasmal estampa de la capital leonesa de fondo. Era una ventura encontrar dicha autovía tan despejada. Incluso Emma se permitió el lujo de apretar un poco más el acelerador. Todo rodado. Liso. El ánimo en sus corazones rebosante. Y se detuvo tras un tranquilo trayecto, con las nieves sobre la cordillera cantábrica, todavía no sobre el asfalto, en una estación de servicio con restaurante al lado cerca de Caldas de Luna.

Alberto no se bajó. Había una monovolumen Renault Espace estacionada junto a uno de los surtidores. Tenía la puerta del conductor abierta. Las llaves puestas. La puso en marcha. Depósito sin llenar. Dos camiones cerrados. Y unos cuantos vehículos más ruedas arriba o inutilizados.

– Voy a entrar en la gasolinera, a ver qué pillo. – Él miró a los oscuros cristales y a ella.
– No necesitamos comida.
– Ya, pero ¿y si nos hace falta?

Cruzó el umbral, con las manos sobre la pistola en posición baja, en silencio. Federico siempre avisaba para atraerse a los locos, pero ella no quería ver ni uno solo. Tampoco vio mucho que coger. Los productos que hubiese allí ya se los habían llevado. Se asomó a la parte trasera del mostrador. No habían dejado ni los chicles, aunque en los huecos había latas de frutos secos. Nada más, excepto por una mirada justo en el sitio donde ella, con la escasa iluminación de fuera, no miró. Era un Afectado enorme, vestido con pantalones cortos, atavíos veraniegos. Tal vez la mañana, el tremendo frío, el exiguo paso de humanos no Afectados o el abandono, lo tenían en estado de letargo. Pero se conectó de nuevo nada más verla asomando su esbelta figura sobre el mostrador, con el Ford y la cabeza de Alberto más allá de la cristalera. Se le echó encima en menos de un segundo. En menos de emitir su horroroso alarido. Perdió la pistola y perdió el equilibrio al final del mostrador. Intentó quitárselo de encima a patadas, aunque era terriblemente fuerte, más incluso que el de los dientes negros. El Afectado, al menos, no intentaba abrirle las piernas, pero sí intentaba estrangularla. Ella, como pudo, le mordió en la muñeca. Ya podía arrancársela a mordiscos, no dejaría de apretar jamás. Tenía las manos libres. Se quedaba sin aire. Con la izquierda golpeó con la fuerza de la vida al cristal de la parte baja del expositor, dañándose los nudillos. Extrajo un trozo, intentando cortarle el cuello, la cara, un ojo. El globo ocular del Afectado se vacío al hincárselo. Aflojó un poco y ella se zafó. La pistola había caído al otro lado, a los pies del demente. Se pusieron de pie al unísono. Le dio de nuevo con el cristal en el hombro, ella no sabía apuñalar y el tuerto la volvió a agarrar, esta vez tomándole el cabello, la cabeza y golpeando con ella a la pared, aullando. Empezaba a dolerle el cráneo. A retumbarle toda la cabeza. Los oídos. La existencia. Nunca podría con aquella mole. Alberto, que casi no podía ni apoyar el pie hinchado, entró, con la pistola en una mano y la pequeña hacha en la otra. No se fió de disparar y tiró a lo bruto. Se acercó, colocándose a la derecha del Afectado. No podía fallar. Ella ya apenas podía verle. Dejó la pistola en el mostrador, agarró el hacha con las dos manos y golpeó con fuerza, resultando ser más fácil de lo esperado. El hombre cayó enseguida y Emma sobre él. Y Alberto sobre ella. Dio tres hachazos más, hasta que la cabeza, medio abierta por el primero, se desprendió del cuerpo. También él casi se queda sin aire, allí, arrodillado, sobre una laguna de sangre. Le tomó el pulso, mirándola con su ptosis, a punto de llorar.

– ¡Habla! – Gritó. Ella le apretó la mano y tosió. Alberto respiró tranquilo y quiso devolverle lo que ella le dijo cuando cayó por el hueco del ascensor. Pero habían pasado tanto horror, más incluso que aquel día.
– Gracias. – Y se agarró a él, llorando, todavía temblando. A ella, indudablemente, no como las veces anteriores, sí que le había salvado la vida. – Estoy muy mareada. – Dijo, pasados unos segundos, con la cabeza reventada del gigante allí, todavía mirándolos.
– Volvamos al coche.
– Espera, deja que tome tierra. Tengo que pensar lo que vamos a hacer. No sé si llegaremos al próximo pueblo. Estoy por entrar en el que hay aquí al lado, pero ahora mismo no tengo ganas de nada. – Sostuvo, todavía con miedo en la mirada, cuando escucharon el motor de un vehículo.
Alberto, con cuidado de no resbalar por la sangre del Afectado, se asomó, agarrándose al mostrador. Era un Ibiza color rojo. Emma ya miraba también. Agachados. Se bajaron dos, un hombre y una mujer y se lanzaron, como carroñeros, al Mondeo que había allí con la puerta abierta. Sacaron la mochila mayor y demás cosas de utilidad. La metieron en el Ibiza.

– No, no, no, esto sí que ya no lo permito. – La ex modelo cogió la pistola a los pies del Afectado y salió, gritando. – ¡Quietos! – La pareja de saqueadores se metió en su coche, que dejó huellas de goma al salir. Emma disparó y el Ibiza se detuvo a la altura del restaurante. El hombre se bajó por el lado del chófer y disparó con un fusil de asalto.

Se agachó al culo del Mondeo, que sufrió la mitad de los impactos, desinflándose dos ruedas, quedándose sin parabrisas, sin lunas delanteras. Ella no podía hacer nada frente a eso. Agachada, solo cabía esperar que no se bajaran a acabar el trabajo. Que no tuvieran malos centros. El Seat volvió a derrapar, alejándose. Se levantó. Se habían llevado todo lo que tenían. En la selva, el más rápido era el mejor, el que se llevaba el premio. También el que disponía de un arma como aquella. Un arma capaz de inutilizar un coche. Pateó las ruedas, sin olvidar que sería muy mala idea meterse en él sin ventanillas, con aquel frío. La otra mitad de los disparos impactaron en los surtidores, en los cristales del establecimiento y en el cuello de Alberto, despatarrado bocarriba.

– Noooooooooo, dios, nooooooo. – Exclamó ella, soltando su arma y echándose de bruces a su lado. La sangre le salía a borbotones, pero todavía vivía.
– Tengo frío y esto es muy duro para mi espalda. – Dijo, como si no tuviese otros problemas. Ella apretó los labios, llorando. Lo cogió como pudo y lo llevo al monovolumen del otro lado. Abrió la puerta trasera y lo tumbó en el asiento. Se montó por la otra puerta, sosteniéndole la cabeza en sus piernas. No podía hacer nada más. Él asentía, con una aceptación y una entereza increíble, con la mano de ella en el cuello, intentando que no se acelerara el proceso. – Me voy. Era de esperar. Me voy con mis padres y con Federico. Te dejo, querida. – Emma rompió a llorar con más fuerza, besándole la frente. Él sonrió. – Nunca me han besado en los labios. – Pidió por fin. Emma, sin dudarlo, le dio su más cálido beso en la boca. – Gracias.
– ¿Por qué no me lo pediste antes?
– Porque no me lo habrías dado. – Ella aprobó con una sonrisa de emoción, vertiendo más lágrimas. Lágrimas de condescendencia, de compasión, de amor. – Una mujer tan guapa no besa a un tipo tan feo.
– Anda ya, no digas eso.
– No lo niegues. Hay que reconocer que estás muy buena. – Y al intentar sonreír, se le salió un poco más de vida por el cuello. Ella meneó la cabeza, sabiendo que aquellas eran sus últimas palabras. Y le echó un poco de valor, retrocediendo en el tiempo, respirando hondo.
– ¿Sabes cuál fue el último tío que me dijo eso?
– No. – Respondió él, con la voz cada vez más desmenuzada.
– El día que me quedé en casa por la regla no entraron dos, fue uno solo. Un tío muy fuerte que arrancó la puerta del patio a patadas. Me enganchó en la calle cuando intenté salir y me violó. – Alberto no pudo ni poner cara de sorpresa ante aquella confesión. Sabía que le quedaba muy poca transmisión y no la malgastó.
– ¿Por qué no nos lo dijiste? Por lo menos a él.
– Lo siento en el alma. – Contestó ella, llorando de nuevo, labio mordido una vez más. – De algún modo estaba enamorada de él, de vosotros dos, de cada una de vuestras maneras y no quise haceros daño.
– Te entiendo.
– ¿Nunca has estado enamorado de verdad?
– Sí, y lo sigo estando. – La emisora de sus palabras se iba perdiendo.
– Cuéntamelo.
– La conocí en un hospital. Fede nunca lo supo. Era enfermera. Aquella chica me hechizó desde el primer minuto, hasta éste. No la vi más de dos veces. Nunca más supe de ella.
– ¿Cómo se llamaba, cariño? – Ya le divisaba el último aliento. – ¿Cómo se llamaba?
– Ariadna. – Y le recogió ese último aliento con otro beso, agarrándolo con la misma fuerza que a Fede, llorando en su hombro, en su pecho, cuando ya dejó de respirar.

Alberto, el discapacitado, el que momentos antes le había salvado la vida, murió en aquella Renault, en aquella gasolinera bajo las montañas. Alberto se quedó sin acabar el viaje, sin su noche de amor. Los dos amigos ya estaban muertos, cada uno en su sitio de defunción, con el abrazo de la misma mujer en su agonía, con el mismo destino. La muerte ganaba sin necesidad de ser pronunciada. O escrita. Ella, tras quedarse sin lágrimas, casi media hora después, se quedó mirándolo, acariciándole el pelo, la cara, con sus propias piernas empapadas de sangre. Lo miró perdida, no sólo por la mirada. La sensación. Se quedó allí con la sensación de estar perdida. Vacía. Sin vida. Se incorporó. Dio una vuelta a las llaves del vehículo y miró la hora. Alberto había muerto a las cuatro de la tarde. Y se echó hacia atrás de nuevo. Hacia el respaldo. Vio las dos pantallitas incrustadas en la parte trasera de los asientos delanteros. Ya sabía cómo funcionaban. Y las encendió. Aparecieron unas nubes de dibujos animados, con unos créditos en japonés y una musiquilla de fondo. ‘’En un puerto italiano, al pie de las montañas, vive nuestro amigo Marco. En una humilde morada, se levanta, muy temprano, para ayudar a su buena mamá. Pero un día la tristeza, llega a hasta su corazón. Mamá tiene que partir, cruzando el mar a otro país…’’ Y allí, con la inminente caída de la noche sobre aquellas moles cantábricas, aquel susurrante y gélido viento, sin importarle ya que viesen la luz de la pantallita, con la serie de Marco que se reprodujo hasta el final, quedó dormida. Pensando en la madre de Marco, en la de Federico, en la de Alberto, en la suya propia. En todas las madres que ya no vería. En todos los países a los que, cruzando el mar, ya no viajaría. Nunca más volvería a tener nada. Nada por lo que vivir. Nada por lo que luchar. El verdadero significado de un superviviente, su esencia, es tener algo por lo que sobrevivir. Y ella lo había perdido antes de llegar a la meta.

La vida. La vida ya no existía. Lo podían confirmar las montañas alzadas tan cerca. Silenciosos testigos del apocalipsis por esas latitudes. La vida no eran los tejidos, eran los momentos, las circunstancias sumadas a los momentos, con los sentimientos de un lado y otro. Los sentidos. El corazón. Sus ojos no vieron la intensa nevada. Sus oídos no oyeron al siguiente vehículo que pasaba por allí, al amanecer del día siguiente. Alberto llevaba ya unas quince horas fallecido. Era un microbús blanco con un letrero en la puerta. Se bajó una mujer joven, ataviada con un grueso plumón con la capucha puesta. Se acercó a la monovolumen con una escopeta recortada. En su cintura llevaba un revólver y un cuchillo. Una peregrina encapuchada muy bien preparada. Miró al interior de la Renault. Emma estaba dormida. Obligatoriamente dormida. Desfallecida. La chica abrió la puerta y la asustó. Antes de que pudiera coger su pistola, la chica le apuntó con la escopeta.

– No voy a hacerte daño. Puedo ayudarte si me dejas. – Ayudarte. Cuánto hacía que no escuchaba tal palabra más allá de los límites de sus dos amigos. Ayuda.
– ¿Ayudarme?
– Sí. Vengo de un sitio muy seguro. Ven conmigo. ¿Está muerto, verdad? – Señaló a la cabeza de Alberto, aún en su regazo.
– Sí. – Emma todavía ida.
– Tienes que dejarlo ahí si te vienes.
– Sí.
– Estás herida. – Ella miró el corte en la mano.
– No es grave.

Apartó la cabeza, besando su helada frente. Casi se cae al salir del coche. Estaba mareada y muy entumecida. La chica la ayudó, acompañándola hasta el microbús. Subió, sentándose en la parte central. Había una anciana al fondo. Miró a la monovolumen, cuando el vehículo, con el giro, hizo que ya no pudiese verla. Cerró los ojos, sin importarle el destino, la siguiente parada, la nevada o el frío que hiciese. El microbús se detuvo casi una hora después en una casa enorme a las afueras de la parroquia de Pola de Laviana. La chica se bajó, abriendo una valla de hierro. Pasó por un caminito de tierra, con unos cuantos huertos a los lados y unas vacas sobre un prado más allá. Lo mejor no eran las vacas, ni los huertos. Ni la fina capa de nieve. Lo mejor no era, ni siquiera, el humo que salía de las dos chimeneas de la casa. Lo mejor era que sobre el suelo no había nada muerto. La chica ayudó a la anciana a bajar. Ella ya podía hacerlo sola. Entró con ella en un salón enorme, con cornamentas de ciervos, cabezas de jabalíes y demás piezas de caza disecadas. Un estilo de decoración, si es que a eso se le podía llamar estilo, que a ella le resultaba familiar. En el centro, ataviada con un delantal, una mujer pelaba patatas frescas sobre un barreño. Al fondo, un hombre muy mayor, con boina y bastón, viendo la tele. La tele.

– Buenos días, me llamo Marisol y ésta es mi casa. Bienvenida. – La saludó la mujer, de unos cincuenta y cinco años, alta, enjuta, de piel blanquecina y pelo bien peinado, con porte educado y tierno. Olía a café recién hecho y a leña resquebrajándose al fuego. – Emma sólo asintió, dando su dolorida mano – ¿Cómo se encuentra? – Le preguntó la mujer a la anciana.
– Bien.
– Tenga siéntese aquí, calentita. – Emma no salía de su asombro y la mujer lo percibió.
– Estás con buena gente, te lo aseguro. Sé que es difícil de creer. Todos hemos pasado lo nuestro.
– Tenéis corriente eléctrica.
– Sí, gracias al señor Roque, que es un manitas. Hay una estación cerca de aquí. De eso se ocupa él. De las hortalizas y el ganado me ocupo yo, aunque mi padre me echa una mano con el ordeño. No te molestes, está como una tapia, le gusta ver a Rambo pegando tiros. Hay una mujer en aquella caseta. Doña Oriana, una antigua amiga que ha sobrevivido. Me ayuda con los huertos. Y ella es mi hija, Laura, que se ocupa de recoger a la gente.
– ¿Recoger a la gente? – Emma, a pesar del alivio y el café, el café, se sobrecogió. Era como pintarse una diana luminosa en la noche, la noche de los alaridos. O como parar a todo aquel salvaje que hubiese en la carretera.
– Así es, recoger a la gente. Coge una torta, las hago yo misma. Recoger a la gente. Con lo que nos ha pasado es muy sencillo dejarse llevar por la supervivencia del más fuerte. El aquí te pillo lo que tengas y aquí te mato. Laura y yo pensamos que eso no es ser un superviviente. Un buen superviviente ayuda a quien encuentre. Se defiende, pero solo si es agredido. Los buenos supervivientes intentan hacer que todo sea lo mejor posible, ayudándose unos a otros. Por eso aquí, aunque seamos pocos, tenemos muchas cosas. Y si tenemos que morir, elegimos morir ayudando a los demás.
– ¿Y no tenéis miedo de recoger a gente que os haga algo?
– Ah, no, ya no tenemos miedo. – Le pasó el barreño con las patatas a la chica. – Toma, ponlas en la olla. – Verás, mi marido mató a mi hijo de catorce años. Entre Laura y yo matamos a mi marido. Después, sin abandonar a mi padre, fuimos de acá para allá, ya sabes, saqueando lo que encontrábamos por la zona y nos dijimos que podíamos hacer algo más, empezar de nuevo. Yo me ocuparía de todo esto y ella buscaría a gente que quisiese ayudarnos. Y antes de que lo preguntes, ahora que no está, te digo que sí, que ya nos visitaron unos de esos que creen que pueden hacer lo que quieran. Abusaron de ella y los maté a los dos. Están enterrados detrás de la casa, por supuesto. – La anciana murmuró a sus santos, santiguándose. – No se preocupe usted, que aquí ya no quedan infiernos. – La dueña hablaba con convicción, con seguridad, con mucho control, incluso con la ternura y la seguridad de que allí no había gato encerrado. – Ahora necesito saber si te vas a quedar con nosotros. Antes debo avisarte. Si no quieres colaborar. Si piensas que es mejor ir por libre y todo eso, no te voy a retener. Pareces muy buena chica y tienes cara de estar rota por todos lados, pero si te quedas, tienes que colaborar: puedes ocuparte de las vacas, los cerdos, los huertos. Puedes cuidar a mi padre o si lo prefieres, yo lo prefiero, puedes acompañar a Laura en sus búsquedas, así no me quedaré tan preocupada. Tenemos muchas armas.
– No imaginas cuánto te lo agradezco, pero necesito descansar para darte una respuesta.
– No te preocupes por eso. Tienes todos los días que quieras para reponerte. Curarte esa mano. Comer. Ducharte con agua caliente. Tenemos mucha ropa de mujer. Eres casi de la misma talla que mi chica, aunque mucho más delgada.
– Sí, debo parecer tísica.
– Lo pareces. Y lo entiendo muy bien. Descansa, descansa mucho, pero la respuesta la quiero ahora. – La mujer sabía acorazarse.
– Me quedo con vosotras. No tengo a donde ir. – Habló Emma, dejándose caer nuevas lágrimas.
– Muy bien, es la mejor decisión. Dame un abrazo. – Y se abrazaron. – Y usted qué, ¿se queda con nosotras o se va por ahí a esos purgatorios?
– Yo me quedo. – Respondió la anciana, un milagro de la supervivencia. Otra historia por contar. – Aquí me quedo, vaya, a hacerle compañía a su padre y a lo que haga falta. – Y sonrieron.

Emma, tras una ducha caliente y una buena comida, con la mano vendada, se echó en su nueva cama. En una habitación con otra del mismo tamaño y un ropero, con un crucifijo en la pared y luz, luz artificial. La sensación de limpieza y confort eran absolutas. De pronto llamaron a la puerta. Dos suaves golpecitos. Abrió.

– Perdona, he metido en esta bolsa lo que había en los bolsillos. La ropa la he quemado.
– No te preocupes. Muchísimas gracias. – Era Laura.
– Buenas noches.
– Buenas noches.

Dejó la bolsa a un lado, sin querer prestarle atención, hasta que vio algo a través del plástico. Metió la mano y lo sacó. Era una de las fotos que se hizo con ellos dos antes de comenzar el viaje. Con aquellos dos muchachos que dieron su vida por ella, cada uno a su manera, a la manera en la que aparecían en aquella imagen arrugada. La tomó entre sus dedos, acurrucada en aquellas nuevas mantas, besándola con todo el cariño del mundo, con todo su recuerdo inundado en lágrimas. Solo esa foto había sobrevivido de todas las que se hicieron. Solo una superviviente de aquel grupo de imágenes, de aquel apocalipsis.

Igual que ella…

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Gracias, lector, por llegar hasta aquí.
Fuengirola, 31 de enero de 2010

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