CHERNOBYL, CÓMO NO. (Entre la magia y la realidad)

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Morirse no es difícil, solo da miedo.”

«Voces de Chernobyl», de Svetlana Aleksievich.

Al final del episodio tres de la extraordinaria serie de HBO, “Chernobyl”, asistimos al entierro de las primeras víctimas del desastre nuclear, los bomberos que aquella noche acudieron a apagar lo que parecía ser un incendio cualquiera. En esa escena, Liudmila, la mujer de uno de ellos, Vasili Ignatenko, desconsolada, con el rostro desencajado por una sola pregunta: ¿por qué?, contempla, sin apenas lágrimas de tantas como ha vertido, cómo a su querido esposo, en un ataúd de zinc herméticamente cerrado, lo sepultan en una fosa bajo cuatro metros de hormigón. Bajo tan inquietante y luctuosa atmósfera, la cámara se centra en un detalle: mientras las demás mujeres de los inhumados camaradas, que quizá tuvieron una muerte algo más amable que Vasili, llevan sus gorras, ella sostiene en sus manos un par de elegantes zapatos, y es en la magnífica obra de la premio Nobel bielorrusa Svetlana Aleksievich, de la que la descomunal serie toma este personaje, donde encontramos la explicación a través del testimonio de la verdadera Liudmila:

“Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo era una llaga. En el hospital los últimos dos días, le levantaba la mano y el hueso se le movía, el hueso le bailaba, se le había separado la carne. Pedacitos de pulmón, de hígado le salían por la boca. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Esto no se puede contar! ¡Esto no se puede escribir! ¡Ni siquiera soportar! Todo esto tan querido. Tan mío. No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo…”

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¿Qué es la perfección? En ese tema soy convencional y solo puedo escribir lo que dice mucha gente, que nada es perfecto. Pero…eso sí, nada es perfecto porque no tenemos ni idea de lo que es la perfección. Del cuerpo humano se suele decir que es una máquina perfecta. Que todo está donde tiene que estar. Vale, pero perfecta ¿para qué? Si es para mantener viva eternamente a la entidad que lo desplaza horizontalmente día a día, debemos afirmar que no, que no es, para nada, una máquina perfecta. La central nuclear de Chernobyl, oficialmente, “Central eléctrica nuclear Vladímir Ilich Lenin”, casi sería una maquinaria perfecta, y no llegó a serlo porque su colapso se debió a causas ajenas a su funcionamiento. La serie de HBO casi lo es, y no llega a serlo porque el ser humano que la ha creado puede superarse a sí mismo una y otra vez.

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Dicen que quienes hemos quedado maravillados con solo cinco capítulos, (la dosis casi perfecta), venimos escaldados de un final cochambroso en “Juego de tronos” muy reciente, y claro, la siguiente gran propuesta de HBO ha sido como luz al final del camino, como un oasis de agua fresca y cristalina tras una larga y sedienta marcha sobre el desierto. Y yo pienso que hay que ser muy superficial para afirmar eso. Personalmente, no puedo evaluar un trabajo cultural por la sensación que me ha producido otro anterior. Es como si yo mismo asegurase que, todo lo que vea tras “Chernobyl”, me va a saber a leche cortada, cosa que…deseo con pasión que no ocurra, porque siempre habrá algo mejor. Y antes de entrar de lleno en mis impresiones personales, tengo que decir que lo más impresionante, -a mi juicio-, de la serie no es que lo que cuenta realmente pasó, sino al revés, como si aquello jamás hubiera sucedido y hubiese salido de la imaginativa mente de un autor dado a las catástrofes en siniestras fábricas de Europa del este. “Chernobyl” presenta, expone, desarrolla, lleva adelante unos hechos de una forma tan extraordinaria, que llega a “ficcionar” la realidad, a hacer cinematografía, prosa, de un hecho real. Porque “Chernobyl” es una sobresaliente demostración de la magia del cine. De esa mentira que tanto nos gusta creer. Hacernos creer, por ejemplo, que cuando Robert de Niro en “Taxi driver” nos deslumbra con su monólogo de “perdonavidas” frente al espejo, está solo frente a su reflejo. Solo en su habitación, ensayando cómo se va a enfrentar a quien se le ponga por delante en la calle y no con un equipo de rodaje detrás compuesto por varias personas y el mismísimo Martin Scorsese. Esa es la magia de la, recién terminada, “Chernobyl”. La, casi perfecta, recreación de un suceso histórico que, muy lamentablemente, está en los libros de las historias reales.

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A ella llego de casualidad. Admito no haber visto, hasta el mismo día de su estreno, anuncio alguno, un gran error, teniendo en cuenta la enorme atracción que la catástrofe me produce casi desde que ocurrió. Desde que, en aquel final de abril de 1986, -no en los siguientes días del accidente, por supuesto-, la prensa, los telediarios, a través de un breve comunicado de la agencia de noticias soviética Tass, informaron de que algo gordo había pasado en una central nuclear de la URSS, -nunca un acrónimo tan hipnótico para mí-. Tras ello, la palabra radioactividad entró a formar parte de nuestro vocabulario coloquial. Por aquel entonces vivía en Huelva y recuerdo que, en la puerta de un supermercado, varias personas comentaban que los rábanos de Holanda, por ejemplo, venían contaminados. “No los compréis”, decían. Y todo por un extraño suceso a 4.000 kmts de casa, que nunca recibió índices radioactivos importantes. A partir de ahí, “gracias” al intento de ocultación por parte del gobierno soviético, -resulta curioso que el incidente que con más fuerza intentaron tapar desde Moscú, sea hoy en día el más conocido de la historia-, el suceso se hizo mito. La sociedad en general comenzó a pronunciar la palabra Chernobyl con reparo, con una especie de morbosa y sombría fascinación. Algo oscuro y muy secreto había pasado en aquel lugar, bajo aquel monstruo de acero y cemento medio destruido. Al conocimiento de lo ocurrido, al mito y al imaginario popular contribuyeron la mismísima Svetlana con su magnífica obra y el surgimiento de las visitas a la central y a la ciudad de Prípiat, -pocas norias tan famosas en el mundo-, englobadas en el llamado turismo de riesgo. También la extraordinaria saga S.T.A.L.K.E.R, compuesta por tres videojuegos y ambientada en la “Zona de alienación”, en la que hay que sobrevivir con espantosos monstruos creados por esa cosa que el núcleo de la central irradia. Y, ya en la actualidad, entre miles de reportajes, monográficos y demás guías de visita, el libro de Santiago Camacho “Chernóbil, 25 años después” y el soberbio documental para Youtube de Ricardo Marquina Montañana, “Memories from Chernobyl”, un extraordinario documento, en la línea del libro de la Nobel bielorrusa, -se puede afirmar que es “Voces de Chernóbil” hecho imagen-, que recoge, en la misma zona, las palabras de las personas que lo sufrieron in situ y las consecuencias de sus descendientes. Hasta 2019, año en el que HBO nos trae la, hasta ahora, última y gran representación de lo ocurrido en la madrugada del 26 de abril de 1986 en el reactor cuatro.

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Creada y dirigida por el guionista Craig Mazin, -se dice que ha sido rodada con un filtro especial que dota a las imágenes de cierto aire “ochentero”-, en su reparto cuenta con un excelente triunvirato principal. Tenemos a Jared Harris, en la memoria del cinéfilo clásico su padre, para mí, uno de los más grandes actores que he visto en mi vida, el irlandés Richard Harris, -Lord John Morgan en “Un hombre llamado caballo, (1970), capitán Nolan en “Orca, la ballena asesina”, (1977), el emperador romano Marco Aurelio en “Gladiator”, (2000) o el primer Dumbledore de la saga “Harry Potter”, entre muchos otros-, el cual, hay que reconocerlo, aun siendo un actor mucho más emocional que su hijo, disfrutó de papeles más dramáticos y mejor adaptados a su forma de actuar. A Jared, varias veces nominado al Emmy y ganador del Sindicato de Actores al mejor reparto de televisión por su trabajo en “Mad Men”, me ha gustado verlo como Jorge VI de Inglaterra en la excelente “The Crown”, en la reciente “The terror” y lo recuerdo mucho por ser el doctor Ashford, el padre de la niña de “Resident Evil 2, apocalipsis”, 2004. Harris, en una caracterización que se alimenta de su capacidad como el gran actor que es, interpreta a Valery Legásov, un científico soviético que, como así ocurrió, fue comisionado para la investigación del accidente. Junto a él, representando a los científicos que trabajaron codo con codo con Legásov y que la serie homenajea en un solo papel, la británica Emily Watson, como Ulyana Khomyuk. Con su gran experiencia en el teatro, Watson ha sido varias veces nominada al Óscar a la mejor actriz y tiene en su haber otro Sindicato de Actores por “Gosford Park”, 2001, aunque yo siempre la recordaré por su aparición en “El dragón rojo”, 2002, parte de la saga de Hannibal Lécter, interpretando a Reba, la invidente que, con su sensibilidad y su amabilidad, logra que un terrible asesino en serie como Francis Dolarhyde, grande Ralph Fiennes, se plantee su vida, en un trabajo, el de Watson, buenísimo. Y al frente de la investigación tenemos a Boris Shcherbina, otra de las caracterizaciones reales, al que da vida Stellan Skarsgård, el buen actor sueco que a punto estuvo de ser Óskar Schindler en la legendaria obra de Spielberg y que podemos reconocer y aplaudir como sajón desencadenado en “El rey Arturo”, 2004, Goya en “Los fantasmas de Goya”, 2006, Dr. Selvig en “Thor” y, como actor fetiche de Lars Von Trier, haciendo de vecino “samaritano” en “Nymphomaniac”, 2013, “Melancolía”, 2011 y “Dogville”, 2003, entre otros muchos trabajos.

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Shcherbina entra en la serie a saco, exigiendo al bueno de Legásov, bajo amenaza de muerte, que le explique cómo funciona un reactor nuclear. Pero es el mismo reactor el que le da la mejor lección. Tras permanecer días y días en las inmediaciones de la central, Legásov, que, deprimido por el cáncer y las mentiras que ha tenido que mantener, se ahorcaría justo dos años después del accidente, le comunica que su fecha de caducidad ya está escrita y que, a ambos, con la dosis de radiación que están recibiendo, les quedan menos de cinco años de vida. Shcherbina murió cuatro años después. A raíz de esa sentencia, Stellan transforma a su personaje: de halcón soberbio y amenazador, a asustada víctima, controlada por un sistema gubernamental del que él mismo procede, que prefiere correr un tupido velo sobre la central y su veneno, sin preocuparse mucho por las vidas humanas. Muy relevante la escena en la que, tras una de las reuniones con Gorbachov y demás miembros del politburó, Legásov reprende al jefe del KGB que la camarada Khomyuk, -Watson-, ha sido detenida para que no cuente al mundo lo que está sucediendo. Skarsgård intenta sujetarlo. Al fondo, detrás de los personajes, vemos una representación, -el original es mucho más pequeño-, del cuadro “Iván el terrible y su hijo”, de Ilya Repin, (galería Tretiakov), uno de los más importantes pintores rusos. En él vemos al zar Iván IV abrazando a su hijo tras haberlo asesinado. Y es aquí donde algunos detractores critican a la serie por su dedo occidental acusador: Rusia y la especialmente sangrienta relación con sus hijos, encarcelando a todo aquel que intente sacar fuera sus vergüenzas o dejando que mueran, misma sensación que nos dejarían años después con el desastre del submarino Kursk. Para ser justos, y esta es mi opinión personal, casi cualquier país habría actuado del mismo modo que la Unión Soviética en el desastre nuclear. Y aquí vuelvo a destacar el carácter místico de Chernobyl, que no tiene la culpa de la masificada curiosidad, -en la que me incluyo-, por parte de un insaciable público que ha llevado el asunto hasta convertirlo en estigma, -a ningún siciliano le agrada que su bonita isla sea reconocida en el mundo entero por algo tan negativo como la mafia-, para las personas que aún viven allí. Un público capaz de señalar el lugar en el mapa, algunos a ciegas, pero que no tiene ni la mínima parte de conocimiento de otros sucesos como Fukushima, -consecuencia de un tsunami y cuyo material radiactivo liberado, según la página energía nuclear.net, se estima que fue aproximadamente solo el 10% del que se liberó en Chernobyl-, o Three Mile Island, en los Estados Unidos.

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Tal y como está planteada la serie, con esa obsesión por la verosimilitud y el realismo, -mención muy especial para el momento de la evacuación de la ciudad de Prípiat, que había sido levantada para los trabajadores de la central y sus familias y que nos enseña como si realmente estuviéramos allí, con la voz original de atención por los megáfonos-, a pesar de su elenco actoral no ruso y de estar rodada en inglés, sus creadores manejan los planos como prestidigitadores, sabiendo el riesgo de convertirla en una de esas dramatizaciones para un documental de “National Geographic”. De caer en la banalidad, en el frikismo, soltándonos gotas de terror, un terror invisible, cuando a los liquidadores se les pide que no miren al reactor bajo ningún concepto. Un miedo que no tiene nada que ver con el que intenta asustarnos “Atrapados en Chernóbil”, 2012, esa mediocre creación que, si algo positivo tiene, es el de denunciar ese turismo de escaparate del que hablé antes, el de pose con palo y sonrisas y del que en Auschwitz están hartos. Una producción, la que nos importa, a la que se le achaca lentitud, teniendo la velocidad de narración justa, solo que el avión que pasa por nuestras cabezas a miles de metros de altura, da la sensación de no ir a ninguna parte. Un trabajo que denuncia, con virtuosismo cinematográfico, la corrupción dentro de los responsables de la central, con esa escena en la que el personaje, real, de Nikolai Fomin, ingeniero jefe, ilustra a Dyatlov, el supervisor de la fatídica prueba, con las propiedades de una corrupta jerarquía: “si Bryukhanov, -el director-, asciende y llega hasta Moscú, por supuesto me dejarían al mando de esto y necesitaría a alguien que ocupara mi puesto”, así que tú dale caña a esto, es lo que le dice, y a continuación mide con especial regusto el que puede ser su futuro despacho.

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Corrupción, negligencia, negación, ocultación gubernamental. Entre esos conceptos se desarrolla y se nutre la serie, mientras la gente, la población, asiste inocente al acontecimiento sin saber de peligros, como así se representa en la conmovedora escena del puente de las vías, después llamado “Puente de la muerte”, en el que, según nos cuenta al final, todos los que aquella noche subieron para ser testigos del fuego, de aquel brillo iridiscente, murieron poco tiempo después. O, en menor medida, la misma ingenuidad del mismísimo Valery Legásov, al que el jefe del KGB destruye como científico, como ser humano, -pese a haber dado una magistral y gratuita clase sobre cómo se colapsa una central nuclear en el juicio-, en un simple, y muy soviético desde la perspectiva occidental de la serie, cuarto de baño, con un diálogo, (guion), que debería enseñarse en las escuelas y que el mismo director ha compartido libremente a través de la red. Una demostración de poder absoluto de un estado casi orgánico…sobre cualquiera: “¿y si me niego?”, quiere saber Legásov, a lo que el KGB responde: “¿por qué preocuparse por algo que no va a pasar?”. Como recreación cinematográfica, la producción roza la excelsitud, la perfección, otro asunto es el tratamiento, las licencias dramáticas, los puntos de vista sociopolíticos, las conspiraciones, los mutantes de buenos videojuegos y películas malas que aquí se presentan como desdichadas víctimas a las que había que sacrificar con la bolsa escrotal bien protegida, que Legásov en realidad fue asesinado, que Australia no existe o que a los rusos no les haya gustado mucho, -allí muchos aseguran que el accidente fue un sabotaje por parte de la CIA-, prometiendo rodar su propia versión del suceso, es por ello por lo que vuelvo a insistir en que todo, absolutamente todo, es mejorable, incluso esta “Chernobyl”.

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No puedo terminar este artículo sobre la que para mí es, sin duda, la serie de este medio 2019, sin hablar de su banda sonora. Resulta muy difícil crear una composición más precisa, más apropiada, más exacta para una serie de televisión tan extraordinaria y eso es lo que consigue con su talento la chelista islandesa Hildur Gudnadottir, que pasó varias horas en una planta nuclear de Lituania grabando el sonido ambiente, “la voz” de un reactor nuclear auténtico, para acoplarlo a su magnífico trabajo y que, por lo que a mí respecta, tras escucharla por primera vez en “Sicario, día del soldado”, 2018, y en algunas colaboraciones con el recientemente fallecido, el también islandés Jóhann Jóhannsson, (“La llegada”, 2016, “Madre”, 2017, etc), ha sido un descubrimiento musical fantástico. Hildur compone una lista de temas que no solapan lo que cuenta la serie, lo que muestra y lo que nos expresa, ese miedo invisible, ese pavor a lo desconocido, sin dejar de ambientar todo ello, de introducirnos, casi de cabeza, en la mismísima matriz de la central nuclear más célebre de la historia. Si la perfección existiera alguna vez, si el término adaptación perfecta pudiera demostrarse con un ejemplo, este sería el trabajo de Hildur Gudnadottir para la serie “Chernobyl”, cómo no.

 

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